La Administración ante la protección del patrimonio

La Administración ante la protección del patrimonio

Los indicadores para establecer el interés sobre la demanda de medidas de protección de los bienes que conforman el patrimonio de un pueblo se pueden situar en tres planos. Tanto en aquellos a quienes corresponde ejercer las competencias de protección, en quienes demandan las medidas, así como en quienes ejercen la potestad de iniciar y proponer los procedimientos para una efectiva protección de los bienes materiales o inmateriales que conforman la identidad de un pueblo.

Demanda de patrimonio
 
Si bien la política ha arrastrado los temas identitarios a las manifestaciones menos comprometidas de aquello que conforma el bagaje de una comunidad, ello no significa que sea sólo la música o los atuendos folclóricos los que marquen esa identidad. Las señas de identidad florecen en romerías o encuentros nacionalistas, y a ellos no se acompaña un alegato auténtico sobre sentirse, ser, o pertenecer. El discurso político -siempre excluyente- no concita unanimidades sobre esas cuestiones, y, de manera general, en determinados agrupamientos políticos sus acciones poco tienen que ver con identidad, pues más parecen una confluencia de personas con intereses económicos y de control del territorio, también desde una visión economicista, que preocupadas por el servicio público o por una mejor administración del espacio común.
 
El ejercicio de las reivindicaciones culturales propias como un complemento a una demanda cultural universal no se práctica a diario, probablemente porque pocas son las personas que se sientan libres para así hacerlo. Cuando se desciende a las manifestaciones culturales vinculadas al patrimonio material, pocos son los que se liberan de las cargas del interés personal. Aquellos otros en quienes concurren responsabilidades públicas, al menos hasta hoy, se mueven en dar puntual respuesta a complejos propios o ajenos y a prejuicios, sin tener muy claro qué ciudad, qué barrio o qué pueblo desean construir para posicionarlo en el listado de lo moderno. Acaso desconocen que la modernidad es un talante, y difícilmente pasará por moderno quien carezca de conocimiento, de bagaje y de capacidad de discernimiento.
 
El valor del patrimonio frente a otros valores
 
No cabe duda de que la concurrencia en determinado patrimonio de aspectos mercantiles es lo que lo hace peligrar, pues aquello que se asocia al suelo, como las manifestaciones arqueológicas y las arquitectónicas, suponen un obstáculo para la especulación, aunque según algunos, para el desarrollo. Es probable que nuestra pequeñez de miras nos impida valorar que lo auténticamente moderno es posicionarse en la conservación de lo viejo, al menos para que, por contraposición de dos tiempos, resulten más singulares nuestras manifestaciones de la modernidad.
 
Padecemos una secular falta de instrucción y un imperdonable olvido de lo que ha acontecido. Lo que fue el poder económico vinculado a la actividad agraria y empresarial hasta la primera mitad del siglo XX, en manos de unas pocas familias propietarias de lo que hoy sería denominado como patrimonio, es hoy historia, y los nuevos actores ni construyen con los parámetros de las familias ilustradas ni sienten un especial interés en conservar aquello que hoy es de su propiedad. Decenas de herederos de aquel patrimonio son incapaces de ponerse de acuerdo, optando, unos, por la ruina y el colapso material, y por un dinero rápido, otros. Ello supondrá la desaparición de los inmuebles históricos, y, por añadidura, la pérdida de aquel esplendor y el definitivo olvido, quedando instalados en la nostalgia de lo que se fue sin las muestras de aquello que les significó.
 
El vandalismo institucional
 
En ese escenario, las administraciones públicas, responsables de la preservación de tan singular herencia común en que deviene ese legado, representa los intereses del nuevo poder económico, poco letrado y entretenido en andanzas más terrenales que en el mantenimiento de casas viejas. Los responsables municipales, si por ellos fuera, mandarían a paseo el patrimonio y hasta el mismísimo catálogo que la ley les obliga a redactar. Es probable que sin ese mandato, ningún Ayuntamiento hubiera realizado el más mínimo esfuerzo de protección.
 
El Ayuntamiento de Tías, desde el desarrollo turístico de su litoral, se ha caracterizado por una voracidad sin límites, cargándose todo lo que encontró a su paso, por lo que el contenido de su catálogo, aprobado en 2008 resulta lamentable. Así, en cadena, cada municipio hizo lo que le pareció adecuado para, como fórmula habitual, no perturbar sus particulares ideas de desarrollo ni los intereses urbanísticos propios o ajenos.
 
Arrecife, sin duda, es quien batió los récords de originalidad, cuando llegó a mostrar una extraña habilidad para hacer partícipes a los propietarios de lo catalogable en la elaboración del Catálogo, eso sí, para que, una vez aprobado, pudieran colmar las expectativas urbanísticas de sus propiedades por medio de la demolición total o parcial de lo catalogado, sin que, en teoría, se infringiera la ley pues se atendía a lo que cada ficha permitía. De tan burdo, se les fue de madre, y la realidad señala que la redacción de un nuevo Plan General ha de dar una respuesta algo más adecuada que la que, de los anteriores, unos diseñaron y otros aprobaron. Tras catálogos, inventarios, caducidades y tiempo transcurrido, poca tarea va a dar la redacción de un nuevo Catálogo, pues poco queda ya entre abandonos, incendios y demoliciones nocturnas.
 
Otros municipios brindan un escaso interés por lo catalogado, ello a la vista de la desatención que sufren los bienes, ya por la inexistencia de medidas para actuar, como por la ligereza con la que se permite intervenir. Y ello puesto que las obras a las que se someten los bienes significan siempre una transformación brutal de ellos, y la desaparición de los valores que propiciaron la inclusión en un catálogo, todo ello con o sin licencia como es el caso de inmuebles en San Bartolomé, Haría o Yaiza.
 
Catálogos y planes generales
 
A los deficientes catálogos, los planes generales aprobados les hacen un flaco favor, pues las medidas recogidas en estos, así como las nuevas alineaciones y las alturas asignadas a las parcelas colindantes dejan los bienes históricos en situaciones comprometidas y con más vocación de sobrar que de permanecer.
 
De cara a la elaboración de un catálogo vinculado a la redacción de nuevos planes generales, se abre un nuevo escenario para los propietarios de esos bienes, pues en los últimos tiempos se han dictado sentencias que obligan a la administración a la compensación por la pérdida del aprovechamiento urbanístico que se desprende de una medida de protección. Ello significa que el bien catalogado mantiene la protección y la titularidad privada y que el propietario es compensado por el aprovechamiento que no ha podido obtener. Los ayuntamientos, ante esta nueva realidad, habrán de considerar disponer de un colchón económico para hacer frente a una eventual medida de compensación en cadena.
 
El papel de los ayuntamientos no finaliza aquí, pues si la ley contempla que los cabildos inician determinados procedimientos para otorgar la máxima protección a determinados bienes, aquellos buscan toda suerte de subterfugios que, siendo legales, dejan en evidencia el nulo interés por la conservación. Prueba de ello ha sido la caducidad de varios expedientes, como el del Castillo de Santa Bárbara, los Aljibes de Tahíche, las salinas de Guatiza, el propio entorno de protección del conjunto histórico de Teguise o del Castillo de San José, obligatorio por ley. La mayor parte en un mismo municipio, caducidad denunciada por el propio ayuntamiento a instancias de los servicios jurídicos municipales.
 
El Cabildo no las tiene todas consigo, pues si bien dispone de un servicio de patrimonio histórico, las personas que lo componen no han parecido gozar de las simpatías de casi nadie, tanto que en muchas ocasiones es objeto de discusión a qué grupo político se asigna un área tan molesta. Las históricas diferencias de criterio, precisamente por la secular ausencia de criterio de la oficina técnica del propio Cabildo, ha propiciado situaciones poco deseables que han puesto en riesgo, si no ha hipotecado definitivamente, algunos bienes. Léase el caso del Castillo de San Gabriel, uno de los ejemplos más vergonzosos de los últimos años, cuyas obras no pasaron los procedimientos que correspondían y costó a las arcas públicas lo que no está escrito. O cómo el Servicio de Patrimonio ha tenido que intervenir contra la misma administración que acomete una intervención (el caso de Los Dolores).
 
La Casa de la Cultura Agustín de La Hoz, abierta tras doce años y un depliegue injustificable de recursos públicos, escenifica, ya no una mala intervención, sino el mal uso de esos recursos, pues con lo destinado entonces por la Consejería de Turismo tendría que haberse finalizado la rehabilitación del inmueble. Con el castillo y este edificio queda en evidencia la necesidad de que instancias independientes fiscalicen por orden de la administración el que los recursos que se gastan corresponden realmente con las intervenciones realizadas.
 
Los Jameos del Agua, asunto convenientemente olvidado, es testimonio de cómo algunos han ido por su lado, despreciando la labor y la competencia de otros. Ese ha sido uno de los agujeros negros de la institución en el que, si ha de buscarse responsables de la injustificada excavación realizada entonces para la instalación de un montacargas, todos los implicados encontraron excusas para echar balones fuera. De hecho, los prejuicios que algunos se encargaron de sembrar con evidente éxito sobre el área de Patrimonio supuso el intento de colocar a personas dóciles, prestas a participar con inusual falta de discreción: la clase empresarial, la política, los colegios profesionales y hasta los asesores. El resultado final, recursos públicos mediante, ha sido la de volver a intervenir para hacer lo que tenía que haberse hecho desde el principio.
 
Este es el panorama.

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