El melocotón

Foto: CR.

Para coger melocotones tuve que estar en Cataluña, y para estar en Cataluña tuve que llegar, y para llegar tuve que partir, y para partir debía tener un motivo, y yo no tenía ninguno para partir, pero sí algunos para no seguir tostándome al sol en el parque nuevo de Arrecife. Criando patas de gallo más grandes que las pinturas de un comanche en son de guerra, con la chatarra de Manrique como todo referente cultural. Igual de tonta que nosotros, allí, al solajero.
 
Un día como cualquier día, sin nada diferente a cualquier otro día, en una remontad, le dije al colega, como despertando de un sueño de siglos: ¡Chacho! ¿Tú no estás hasta los huevos? Y él, como si llevara mil vidas esperando la pregunta, dijo: ¡Chacho, sí! Así, sin más. Y podíamos haber seguido toda la vida allí: a perenquenes no nos ganaba nadie. Ni a pasar del tiempo.
 
Enfrente, justo enfrente de nuestro blanco banco del parque, había una agencia de viajes, Tisalaya creo, no recuerdo bien, pero sonaba a ‘quetevallas’. Ya está. Podía haber sido un bar y hubiéramos filosofado tres frases sobre el costo y la vida —no confundir con el coste de la vida que todavía el trapicheo era en pesetas, el del pueblo—. Había mil bares y una agencia, y vine a despertar delante de la agencia. Me dirás que la estaba viendo y te diré que para qué iba yo a estar viendo una agencia de viajes si no estaba enfermo ni tenía familia que visitar. Son esas cosas que pueden estar toda la vida delante de ti y no ves. Y no voy a ponerme a enumerar ejemplos y retratarlos a todos, que no éramos nosotros los más ciegos que estábamos. Aún hoy podría decir muchas cosas que tienen delante de las narices y no ven.
 
Ahora, solo recuerdo que estamos traspasando la posición de la policía en el aeropuerto de algún lugar que nos habían puesto en el pasaje, que tampoco éramos expertos en agencias y de lo que se trataba era de salir, no a dónde ir. Llevábamos un cacho de chocolate, por si allí no había comida. Más bien, por si era mala y tener un tiempo para acostumbrarnos. Había fama de que nuestro chocolate era muy bueno. Igual que el gofio. Cuando habíamos andado unos pasos, un poli nos llamó y nos dijo, así en voz altota: ¡Eh, canarios! ¿La sartén para qué es, para calentar el chocolate?
 
Yo llevaba una sartén colgando de la mochila y pensé que sería a mí porque, hasta ese día, canarios más o menos éramos todos. No valía la pena discutir de costumbres —sobre como calentar el chocolate— y además aquél ya era otro sitio y el nota la policía. Y le dije con esa sonrisa mía, que en aquel tiempo era de angelito, que por supuesto y seguimos. Y vuelvo a no recordar nada hasta que estoy en un quiosco de la ciudad pidiendo un mapa de Santa Cruz de Tenerife. El hombre, con un acentillo raro para mí, me ofreció mapas de todo el mundo menos de Santa Cruz y, sobre todo, de Barcelona.
 
El colega, que despertó pronto —¡Jo!, la de pibas que había por allí y las miraditas que echaban a la sartén— se partía el culo de risa y yo con mis planos, erre que erre, pensando que el mamón había desayunado más chocolate de la cuenta. Cuando vio que el quiosquero me iba ya a meter mano me sacudió y, llorando de las risas, me trajo al mundo: estábamos en Barcelona.
 
Qué quieren que les diga, yo no había desayunado y las casas aquellas grandes de piedra y altas me recordaban a Santa cruz de Tenerife y uno, en esos casos, ata cabos como bien puede. Pues eso, compré un mapa de Barcelona. Entonces, no sé por qué, decidimos deshacernos del chocolate y empezar una dieta nueva, pero si tienes una pata de ibérico y te vas a hacer vegetariano no la tiras, ¡coño, te la comes!, digo yo. Así que buscamos en el mapa un buen sitio para pasar el día comiéndonos la sartenada. Y, de paso, ver si la sugerencia de la policía funcionaba.
 
Y no sé cómo fue, pero acabamos en el teleférico de Montjuic. ¡Santo cielo, qué espectáculo! Volando y volando para arriba y para abajo colgados como unos calcetines en la liña del patio de la vieja, sobre aquella inmensa ciudad que no prometía nada, pero que era una pasada. Ahora hay muchas imágenes del Google Earth y de satélites y dronners —enterait@— y hasta de gaviotas artistas, pero en esa época no habías visto una ciudad desde arriba ni en pintura. Bueno… Arrecife bajando de San Bartolomé, pero aquello no era una ciudad por más que el Gran Hotel se empeñara. Pues eso, vuelta y vuelta al teleférico y vuelta y vuelta a la sartén, se nos fue el día y alguien nos recordó con cara de alucinado que aquello se cerraba.
 
Otra vez lapsus y retomo la memoria en un tren que cogimos con las cuatro pesetas que nos quedaron del teleférico, no debió haber sido gratis. Y tengo un vago recuerdo de la cara del vendedor de los billetes cada vez que íbamos a por otros según pasaba el día. Ja, ja, ja… Hoy día, con la cara de moros rente que teníamos, nos hubieran atacado por tierra, mar y aire al tercer viaje.
 
¡Ay dios, un tren! Era tan de cine para un conejero cinéfilo para el que Atlántida sólo era una sala de cine que te juro que yo miraba por la ventana y veía las butacas del cine y la gente mirando para nosotros, que éramos los actores. Y por las ventanas del otro lado, un mundo de color verde, pero un verde raro. No era como las puertas de las casas de Lanzarote ni como la raya de la camiseta del equipo de fútbol del Elche, que eran las referencias; era más oscuro, como si estuviera mojado. Verde con negro.
 
Por supuesto, nadie nos explicó bien a dónde íbamos con el tren y allí, después de muchas horas parando por muchos pueblos más grandes que Arrecife, de pronto, en una de las paradas, alguien —no recuerdo quién— nos pidió el pasaporte. Le sacamos el carnet y no valía… ¡Jo!, acabábamos de tropezarnos con nuestra primera frontera, Francia. Y menos mal que no era Europa, porque si pasamos a ver cómo salimos de allí. ¿Te imaginas? ¡Eh, eh! Fren, may fren, yo primo Gadifer de la Salle. O eso, o: Primo mío tiene perro caza conejos bueno se llama Napoleón… ¿Me ayudas? Fatal...
 
Bueno, que no entramos. Así que nos bajamos empezamos a caminar para atrás y sin darnos cuenta y no sé cómo estábamos en una playa urbanizada llena de guiris, como Lanzarote. Pero no había la solajera de aquí —no habíamos probado el veranito catalán todavía— y nosotros no nos conocíamos, porque no sé si se han dado cuenta pero, normalmente, te conoces por lo que los demás conocen de ti, y si los demás no conocen nada de ti, pues no te conoces, y aquello era como una sensación guay. Así que nos miramos y sin decir palabra, como se hablaba en el parque, pactamos que él no sabía una mierda de mí y yo otra de él. Porque cuatro o cinco cosas si sabíamos el uno del otro, y con menos la peña ya se hace una personalidad.
 
Sucedió así porque en ese momento dios, que apareció como los revisores del tren, quiso echarle una mano a dos gilipollas. Yo en aquel tiempo a dios le llamaba Chucho. No sé, dios es como muy de me cago en dios y esas cosas chungas o como un recadero que todo el mundo le pide de todo. Así que lo miramos y le dijimos: Tampoco te conocemos, ¡eh?, y tampoco nos conoces, porque, ¿sabes?, él lo ve todo y si le sigues el rollo es un muermo; entonces sí que te endiña una personalidad y se descojona de ti, como para quedarte en el mundo con ella, ¡aguita! No sé por qué la peña piensa que dios no tiene sentido del humor y vaya si lo tiene y vaya que es rarito: pasa mucho tiempo solo. Y le gusta que le hagas reír.
 
Nos pudo haber fulminado allí mismo dándonos un buen trabajo por aquel sitio —con eso se parte el culo—, pero no estaba de mal rollo y nos picó el ojo. Cuando dios te pica el ojo es muy fuerte, porque solo tiene uno en el centro de esa pirámide. Y es como raro. Pero notas el apretoncito del párpado y sabes que es una picada y no ese cerrar el ojo chunguillo, de cuando vas a pasarte de largo y se pone dolido. Bueno, pues después de aclarar las cosas con dios, que siempre es bueno, tomamos la primera decisión. Cuando no tienes personalidad colgando se decide rapidito y guay. Todo lo contrario de cuando estas colgado… de una personalidad.
 
La primera decisión que tomamos, así en plan de decidir algo, fue que no habíamos ido a parar hasta allí para ver guiris y menos para trabajar en el guirerío. Así fue como fuimos a parar a los frutales de Lérida, que se llamaba Lérida. Que a mí, por los recuerdos y por el sonido, me parece mucho más guay que Lleida. Que es como si se fuera a desmayar, ¿no?, esta Lleida. El colega y yo ya nos hicimos algunas aventuras y desventuras por ese sitio que si caminabas un poco al naciente tenía al lado pegada a España. Y a mi esa España también me empezó a gustar con locura. ¡Ños, y era muy grande! Muy muy grande. De tamaño.
 
Pero el colega, de pronto, empezó como a pensar. No sé si era la falta de comer chocolate a todas horas o qué, pero nunca no lo había visto así pensando y pensando todo serio, ni a él ni a ningún colega. Así que esperé con calma, aguardando que pariera algo de lo que tenía en el coco. Y no fuera un ataque de alguna personalidad que se le hubiera colado. Porque, claro, cuando no tienes, si no estás atentito, se te puede colgar alguna muy fácilmente. A nosotros había tres muy pesadas que nos habían echado el ojo: la de hippies, la de canarios y la de tíos buenorros. Que allí parecía que las mujeres comían otras cosas.
 
Un día, de pronto, parió y dijo así, como trascendente: Ginés, los canarios somos unos quejicas. Me quedé pasmado esperando algo más: ¡Jo!, llevaba días pensando. Y entonces, de pronto, siguió y largó una frase que por supuesto justificaba de largo aquel ensimismamiento. Y dijo: ¡Aquí sí que hay godos! Y supe que el viaje lo iba a seguir solo.
 
Había conocido el gótico, las catedrales góticas y allí, entre las luces de las vidrieras, el frío de las piedras y las tripiadas de las cosas que esculpían, encontré una frontera de verdad, una que iba a pasar con pasaporte o sin él. La de la historia del hombre, aquella con que los maestr@s y profesor@s se empeñaban en martirizar a uno bajo el sofocón de las jaulas. Y esa frontera se abría ante mí insinuando un mundo infinito e insondable. Y ‘mí’, como les conté, no era nada, un cuenco vacio donde cabía todo de todo. Hasta 40 millones de god@s y todas sus historias.
 
Y a todas estas sigo sin entenderlos mucho. ¿Por qué les cae más simpático Urdangarín que Piqué? ¿Por vasco o catalán? ¿Por princesa o estrella? ¿Porque uno se las toca con las manos o el otro con los pies? ¿O porque uno roba calladito la boca y el otro curra y larga? La verdad es que son raros. A mí, y aquí me mojo, me encanta Piqué y no me gustó nunca nada el otro, el zorrocloco del yerno.
 
Cuando llegábamos a la huerta de amanecida, cada mañana paseábamos por los caminos que había entre las líneas infinitas de los melocotoneros, entre las yerbas empapadas, y con los primeros rayos del sol encendiéndolos, entre millares y millares, elegíamos uno, por gusto. Y luego nos juntábamos para el pan tumaca y cada uno presumía de su melocotón.

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