Arrecife o naufragio

Arrecife, tal que una embarcación en este Atlántico oriental y africano, parece andar al pairo, único modo de estar en el mar cuando todos la abandonan. Arrecife ya es nada. Perdió el velamen y los mástiles, quemaron su cubierta devenida en leña donde fundir la plata de sus bodegas. No hay ojos de buey por los que mirar de fuera a dentro, pues todo está anegado y oscuro. Quien sobrevivió al naufragio fue devorado y olvidado, o lo fue, figuradamente, aniquilado por piratas. 
 
Los cobardes huyeron y dejaron los despojos de sus recuerdos —cobardes con la nao, e indignos con su linaje—. Sólo queda la carena, que sumergida, nada deja a la vista. Lo que fue nave casi sólo es cuadernas, pues ni mamparos quedan, y la podredumbre de los baos descoyunta los restos. Se está sobre el mar o bajo él, también, cual Telamón, dislocado y batido por las olas, que es otra forma de estar sin estar.
 
Al naufragio no le queda más que la belleza del mar inmediato que aún no ha decidido devorar su presa definitivamente. Y el barco también es puerto y refugio, de náufragos, de desertores, de gaviotas, y de balanos, estos, bajo su línea de flotación. Podríamos seguir en la añoranza del barco que fue, o sacarlo a flote, o dejarlo morir, o que cada gaviota que llega, posada sobre la cubierta, tome los mandos de tal despojo y cague. Sólo cague.
 
De esas gaviotas nos hemos cansado. La ciudadanía que fuimos sólo es un tenue sonido, apenas un murmullo imperceptible que no da para ahuyentarlas, pues hasta la ciudadanía es eco, recuerdo y fantasma. La nave sigue a la deriva tocada y escorada en tanto se apropian de los despojos, tal es la situación de abandono.

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