Contra los árboles

No hay aprecio por los árboles en la ciudad en la que vivo. Por eso hay pocos árboles y no parece haber interés en que llegue a haberlos, más allá de la rambla que recorre Arrecife como un arco, desde la Casa Cabildo hasta Puerto de Naos, y por la que casi nadie transita a pie. Lógico, porque, a pesar de la presencia de los árboles, nadie acude a la rambla porque por ambos lados discurre la vía de circulación más rápida de la ciudad y porque no tiene continuidad. A la sensación de inseguridad que provoca la presencia del tráfico se suman los pasos de peatones y los semáforos que hay que cruzar para enlazar con el siguiente tramo de acera. Desafortunado para los peatones, aunque agradable a la vista... para quienes circulan a bordo de un vehículo a motor o en bici.
 
En cambio, los árboles no son plantados allí donde pueden ejercer su viejísima función urbana: ofrecer sombra, ser lugar de encuentro, refrescar, embellecer… No se plantan por mil razones, a cual más discutible. Porque ocupan espacio en las exiguas aceras que tienen reservado para sí las farolas y otros artilugios, porque tapan la vista de las ventanas, porque ocultan los escaparates, porque sus raíces se comen los cimientos, porque sus copas se cuelan por los balcones, porque las hojas se caen y hay que barrer la vía pública… Mal escogidas las especies, mal plantados, mal podados y mal cuidados, los árboles jamás enraizarán en Arrecife. Como cualquier otro recién llegado a la capital, sostengo la creencia, no la certeza, de que existe una conspiración institucional contra los árboles y, por añadidura, contra la ciudad y los ciudadanos. Pero me da que tan sólo es ignorancia. Y poco aprecio hacia Arrecife.

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