Elegía a Marcos Ana

‘‘No hubo viento capaz de desasirte,

ni rayo que rasgase tu firmeza,

ni otoño que lograra desflorarte.
Sólo tu corazón pudo abatirte.

Tu corazón desnudo de corteza.

¡Apriétalo, y vuelve a levantarte!’’
 
Marcos Ana
 
 
Su nombre oficial era Fernando Macarro Castillo, pero su nombre verdadero, aquel que él eligió, era Marcos Ana, en honor a sus padres. Nos dejó la noche del jueves pasado y, para quien no le conozca, pasó más de veinte años de su vida en una cárcel franquista. Desde los 19 hasta los 42 años, se descubrió poeta ejercitando su labor a escondidas, en cuartillas amarillentas y en cuadernos improvisados, camuflados entre las tapas de biblias y parafernalia fascista. En 1961, Marcos Ana fue excarcelado gracias a la actividad de la recién fundada Amnistía Internacional y comenzó a cantar al mundo una libertad que nunca le fue expropiada.
 
Se me ocurre que la alegría de Marcos Ana es un triunfo para la humanidad, un logro que él, generoso como solo son los que nada tienen salvo un nombre, se encargó de hacer patrimonio de todos. Una alegría sencilla, lúcida y diáfana que esta España desmemoriada y sombría parece no merecer, pero que, sin embargo, forma también parte de su intenso legado histórico. Una historia en la que fueron acallados los buenos, los nobles, y que aún, por desgracia, peca de enaltecer a los desalmados sin que nada ocurra.
 
“Yo comprendí, a través de Marcos Ana y sus memorias que la libertad no es arrebatable porque es el espacio supremo de autonomía del hombre”
 
La alegría de Marcos Ana era también una derrota para estos últimos. Una prueba irrefutable de que la solidaridad y el amor son la única empresa que prevalece, el único camino posible para los hombres, pues es el único que hace de la alegría un patrimonio irrenunciable: premisa de todo paso hacia delante, prueba de que todo paso que no se encamine hacia ella es un paso hacia atrás.
 
Marcos Ana fue culpable tan solo de desear, inocentemente, a sus diecinueve años, un ideal más justo y más humano. Y fue responsable, tras una segunda vida fuera de los muros, de que esa utopía nos resultara un poco más infatigable a los estoques de la injusticia. Los muros de la cárcel, en lugar de silenciarle, le hicieron experimentar –testimonio de ello es la conmovedora veracidad de sus versos– hasta dónde alcanzaba su humanidad.
 
Yo comprendí, a través de Marcos Ana y sus memorias, de su cándido y humilde ejemplo, que la libertad no es arrebatable porque es el espacio supremo de autonomía del hombre. Que puedes encarcelar su cuerpo, acotar su espacio e, incluso, torturar y oscurecer su lucidez, pero un hombre es un hombre –nada puede cambiar eso– y la libertad es su característica esencial, su derecho a ser, por encima de toda circunstancia. El espacio último y primero de su existencia en el mundo. Y eso es lo que significa ser humano.
 
Él rogaba que le dijéramos como era un árbol, que le contáramos el canto de un río, que le hablásemos del mar. Pero fue finalmente él quien nos reveló la cautivadora belleza de la vida, la sublime e inabarcable magnificencia de la libertad.
 
Alberto Perdomo de la Hoz

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