Luces y sombras

Hay días que se diferencian del común fluir temporal. Días señalados en la historia porque en su devenir acaecen sucesos esperados, pero sin embargo imprevistos. La muerte suele ser, de estos sucesos, uno de los más desconcertantes cuando, por fin, se materializa.
 
Hace unos días moría Fidel Castro a los noventa años de edad. Algunos lo daban por muerto desde hace mucho, desde que pasara de su característico uniforme militar a su no menos afamado chándal para ir desapareciendo progresivamente de los focos. Y lo gratamente irónico es que, después de –según se dice– más de seiscientos intentos de asesinato por parte de la inteligencia norteamericana, Fidel haya muerto tranquilamente, sin sobresaltos presumibles.
 
Recuerdo un chiste que me contó una vez un amigo cubano. La broma contaba que, estando Fidel en su lecho de muerte y una multitud de cubanos frente a su residencia, le preguntó a su hermano Raúl: ‘‘Raúl, hermano, amigo mío… ¿Qué es eso que se escucha?’’. Ante la pregunta, su hermano Raúl contestaba, solemne: ‘‘Fidel, hermano, amigo, Comandante… Es la multitud, que ha venido a despedirse’’, a lo que Fidel respondía, incrédulo: ‘‘¿Y a dónde se van?’’.
 
Como bien refleja la historieta, Fidel fue uno de esos personajes que parecía no querer irse ni en broma. Los que sí se fueron son muchos cubanos. Y otros tantos se quedaron. Otro chiste contaba que, llegado un cubano a las costas de Miami, la televisión americana le preguntaba si huía de Cuba porque era una cárcel. A esto, el cubano respondía: ‘‘No, señorita, Cuba no es ninguna cárcel. Allí tenemos la mejor sanidad y la mejor educación del mundo’’. ‘‘¿Y, entonces, por qué huye usted de Cuba?’’ –le espetaba la reportera–, a lo que el cubano contestaba: ‘‘Hombre… Pues porque uno no está siempre ni enfermo ni estudiando’’.
 
“No se debe juzgar la historia con los ojos del presente. Y tampoco se debe contemplar por igual la situación política de territorios históricamente dispares”
 
No se debe juzgar la historia con los ojos del presente. Y tampoco se debe contemplar por igual la situación política de territorios históricamente dispares. Debe comprenderse cada historia, cada contexto, la infinita gama de grises que se extiende entre el blanco y el negro. Y lo digo porque, durante estos días, algunos tendrán la irresistible tentación de celebrar la muerte de Castro como si de la de Hitler se tratara. Y hablo, precisamente, de los mismos que no dudan, en España, de tachar de bolivarianas ciertas propuestas con tal de infundir miedo al español de a pie.
 
La tergiversación está, más que nunca, a la orden del día. Y donde hay tergiversación no hay ápice de verdad, ni justicia, ni se sientan las bases de una democracia sólida y sostenible. Porque no puedo hacerle creer a alguien que, en ciertos contextos, un gato es una liebre y que, en otros, un gato es un ratón. Porque un gato es, en definitiva, lo que es: un gato. Un gato más gordo o más flaco, negro o pardo, pero un gato.
 
Fidel Castro era lo que era –a cada cuál le corresponde pensar el qué– pero plantó cara en su momento a la América más fascista, a la de los estragos en Latinoamérica. A la que asesinó a Allende y a otros tantos con el fin de postergar un despertar democrático que pertenecía por derecho a sus gentes. Y eso, en cierto contexto que yo no desearía para España ni para ningún otro territorio, puede llevar a los que hacen la revolución a ser calificados de héroes. Con todo lo bueno y, sobre todo, todo lo malo que ello conlleva.
 
“Quien compare Europa y América Latina en cualquier discurso que pase por igualar ambas realidades –siento comunicárselo– le está engañando descaradamente”
 
Parece que algunos hablan de Cuba, o de Venezuela, país muy de moda en España mientras hubo elecciones y que –¡magia!– desapareció de la agenda política en cuanto hubo un gobierno ‘‘no bolivariano’’, obviando la historia que les contextualiza. Quien compare Europa y América Latina en cualquier discurso que pase por igualar ambas realidades –siento comunicárselo– le está engañando descaradamente. Porque es descabellado que cualquier persona en su sano juicio considere que ambas realidades son comparables, a no ser que no prestara atención en la escuela o sea un estúpido redomado. O tenga unas intenciones muy concretas, lo cual no es incompatible con lo primero ni con lo segundo.
 
Lo que yo deseo es que llamemos a las cosas por su nombre, que contemplemos la verdad de los hechos sin el sesgo de los que priman el interés a la verdad. De lo que yo estoy harto es de la persecución informativa descarada al que amenaza la idiosincrasia establecida, o de que ciertos actos, para unos y para otros, sean blancos o negros dependiendo tan solo de quién los perpetre. De lo que yo estoy harto, en definitiva, es de la gente que no es honesta. Y de que, encima, traten de vendernos la moto con un lazo rojo y con toda la jeta del mundo. Porque no decir la verdad es mentir. Y no hay mentira pequeña.
 
Sinceramente, a mí me gustaría vivir en un mundo en el que Fidel Castro, por haber encarcelado a todo aquel que discrepara del Régimen, fuese el peor de los villanos concebibles. Hasta entonces, con Trump como presidente recién electo y los otros tantos males que se ciernen sobre el mundo, no dudaré en desear que la tierra le sea leve a quien –con sus luces y sus tantísimas sombras– se llevó consigo las utopías a la tumba. Que sean los cubanos quienes decidan qué lugar atribuirle en su memoria.
 
Alberto Perdomo de la Hoz

Comentarios