ANÁLISIS

La cochinilla, un vestigio del pasado agrario

El Centro de Transformación de la Cochinilla sigue cerrado. Los insectos están cansados de esperar y se aburren en las pencas donde habitan.

La cochinilla, un vestigio del pasado agrario

Hace tres años, en el verano de 2014, el Cabildo adjudicó a la empresa Lanzaloe, SL, la gestión y explotación del Centro de Transformación de la Cochinilla de Lanzarote. La compañía se comprometió a procesar y transformar entre 500 y 5.000 kilogramos de cochinilla fresca al año, abriendo un horizonte de esperanza a una actividad que corre riesgo de desaparecer. El Centro se presentó públicamente en 2010, pero, siete años después, ni está ni se le espera.

Pocas veces un bicho fue tan productivo. Bajo el nombre científico de Dactylopius coccus se parapeta el insecto que propició la creación del singular paisaje de cultivo de tuneras que aún pervive en las localidades de Guatiza y Mala. El cultivo la cochinilla vivió décadas de esplendor en Canarias en el siglo XIX, al punto que en 1870 se llegaron a recoger tres millones de kilogramos de este parásito de las pencas. El insecto, originario de México, vive sobre el nopal y segrega una sustancia empleada como colorante. Esta materia colorante obtenida del insecto, natural y rojiza, también se la conoce por cochinilla.
 
“Este colorante natural generó mucho dinero hasta la aparición de los colorantes artificiales”
 
Este colorante natural generó mucho dinero hasta la aparición de los colorantes artificiales, más baratos y de más fácil obtención. Sin embargo, el cultivo no se abandonó en Mala y Guatiza, conservándose testimonios de estructura familiar que mantienen este irrepetible paisaje. En los últimos tiempos, el regreso a lo auténtico y lo ecológico no han posibilitado el renacimiento de esta actividad tradicional debido a la competencia de la cochinilla americana, que es mucho más barata.
   
El cultivo y la obtención de la cochinilla es una actividad muy laboriosa, paciente y delicada. Tarea sobre todo de mujeres, que antiguamente se forraban con gruesas telas de pies a cabeza para protegerse de las espinas de las tuneras. Las tuneras se plantan en hileras dejando entre ellas calles que permita el paso de las personas. Cuando han crecido, se planta la cochinilla, es decir, se infecta la tunera con el insecto, cuyas larvas se esparcen sobre las palas y se clavan a la penca en las que viven, inmóviles y aferrados a ella, normalmente en grupos numerosos de individuos.
 
“Cada kilogramo de cochinilla fresca queda reducido tan solo a la tercera parte de cochinilla seca”
 
En un par de meses la cochinilla está madura y se puede recolectar, una fase que se prolonga durante todo el año, aunque el mayor rendimiento se obtiene en verano. Para aumentar la producción, se evita que crezcan los higos, los frutos de la tunera. La recolección se realiza con un utensilio creado al efecto llamado cuchara, con el que se raspa suavemente la superficie de la penca para obtener sólo los ejemplares maduros. Una vez llena la cuchara, su contenido se vierte sobre una bandeja rectangular de hojalata, sobre una milana, y se sigue con la recolección.
 
Cada kilogramo de cochinilla fresca queda reducido tan solo a la tercera parte de cochinilla seca. Para ello hay que sacrificar a los insectos recolectados, exponiéndolos al sol, volteándolos y zarandeándolos sucesivamente. Una vez seca, se limpia, se separa a mano y se aventa para eliminar impurezas más ligeras. La cochinilla se almacena en sacos permitiendo su aireación, pudiéndose conservar durante años sin merma de su calidad.
 
“Sin mercado, sin precios que merezcan la pena, la cochinilla languidece”
 
De momento, los bobos se están imponiendo a los cultivos de tuneras. Este arbusto, muy abundante en lugares donde se vierten escombros, en los enarenados abandonados y en los bordes de las carreteras, está arrasando el ancestral paisaje dedicado al cultivo de la cochinilla. Sin mercado, sin precios que merezcan la pena, la cochinilla languidece. El número de fincas abandonadas ya es superior al de fincas cuidadas, y sigue creciendo, porque es un trabajo que ya no merece la pena.
 
El posible uso de la cochinilla lanzaroteña como colorante para la industria de la alimentación, cosmética o farmacéutica, por muy natural y biosférico que sea, tropieza con las insensibles leyes del mercado. O es barata o nadie va a comprarla. A no ser que entre en juego el ingenio y se piense en transformar el producto y generar valor añadido. De aquí a allá, puede que la melancolía se apodere para siempre del paisaje de nopales y la cochinilla llame la atención tan solo de los curiosos por el pasado.

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