Nosotros, los amarillos

Quien piense que asistir al Festival de Cine de Cannes es un privilegio se equivoca como un burro. Puede que los ojos y los oídos de la comunidad cinéfila internacional estén puestos ahora mismo en este rinconcito pequeño del planeta, que sus repercusión encabece las noticias de la prensa, radio y televisiones del mundo entero… pero realmente uno no deja de sentirse como un rebenque haciendo colas interminables a todas horas para, con suerte, entrar a ver la película de turno.

La culpa de esta situación la tiene el sistema de castas que impone el Festival. El departamento de prensa asigna las acreditaciones según la importancia del medio que representas. Jamás leerán quejarse de estas miserias a los corresponsales de El País o ABC. Ellos entran como príncipes a las funciones que deseen, así acudan a la puerta con tan solo cinco minutos de antelación. Los pequeños estamos condenados a las colas, con la acreditación colgada de nuestros requemados cogotes, una tarjetita amarilla que nos designa como los parias de la Cannes. Nosotros, los amarillos.
 
Evidentemente no podemos exigir el mismo trato que la prensa de ámbito nacional o la especializada. Pero si tenemos el derecho a quejarnos por el trato que recibimos a diario, sobre todo, por los controladores de los accesos, seguritas con aspecto de haber sido reclutados en el KGB, que parecen regodearse de satisfacción cuando anuncian con Cest complet que no cabe ni un alma más en la sala y que nos vayamos corriendo a otra cola. Hemos asistido a episodios humillantes en que estos tipos se arrogan el derecho de seleccionar con el dedo quién entra y quién no ante el grupito ansioso y desesperado de los amarillos.
 
“El Festival inauguró su 70 Edición con una película francesa para hacer patria. Se titula Los Fantasmas de Ismael”
 
Las esperas tan largas conllevan, después de todo, algunos beneficios: hacer amistades con gentes de Hong Kong o Ucrania chapurreando en inglés o en lo que salga; bajar peso considerablemente, porque si quieres comerte un bocadillo o tomarte una cerveza solo puedes hacerlo en la cola; conseguir un bronceado obrero que no sería posible ni en un mes de vacaciones en Famara; reflexionar profundamente sobre cuestiones varias, como que la humanidad se divide en dos grupos: los que prefieren llevar gafas de sol y los que  no, que son minoría. O que el sudor, el sudor es la más agradable y natural fragancia de un cuerpo.
 
¿Y las películas? Pues hasta ahora las películas no están compensando tanto esfuerzo. El Festival inauguró su 70 Edición con una película francesa para hacer patria. Se titula Los ‘Fantasmas de Ismael’ y la dirige Arnaud Desplechin, una eterna promesa del cine nacional que se ha quedado en fiasco. Reúne a los más granado del star system francés (cómo no, Marion Cotillard, Louis Garrel…) para contar varias historias cruzadas que se pretenden originales y explosivas y no pasan de un batiburrillo de ideas mediocres y sin ninguna gracia. La segunda película del día lleva la firma impronunciable de Andrei Zviagintsev, director tan esmerilado y puntillista que pierde toda la fuerza en buscar simetrías y encuadres perfectos y se olvida de lo esencial: el drama de un niño en pleno proceso de divorcio de sus padres que huele a castigo de la madre patria rusa de Putin sobre las nuevas clases acomodadas del país.
 
Nos queda esperanza de películas mejores estos días. La misma esperanza que nos lleva a los amarillos, inconmovibles, a resistir en las colas hasta el último suspiro. La esperanza nos mantiene.

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