PATRIMONIO NATURAL
Palmeras heridas de muerte: las otras, no tan pequeñas, catástrofes
10 de abril de 2020 (08:58 h.)
¿Una isla que, tras el coronavirus, aspira a retomar con brío su vocación turística con un paisaje desolado? Habrá que visualizar ese escenario y actuar.
Esperamos otra isla para después de la pandemia y, a pesar, de los bienintencionados, y muy a pesar mío, no sé si esperar lo que muchos anhelan: que sea la misma isla con otros valores. Ya vemos que no todo se puede fiar a playas, hoteles y centros turísticos, pues a las primeras buen uso le daremos, pero la supervivencia de los restantes queda condicionada al disfrute de terceros de eso que podemos denominar como monocultivo turístico.
El turismo se ha ido y podrá tardar en volver. Entretanto, nos encomendaremos no sabemos bien a qué. Habrá que prepararse para competir con el resto de destinos que arañarán por cada turista que puedan sumar. Y eso no sólo significa pensar en tirar los precios y llenar las muñecas de los visitantes de cintas de colores que pagan en origen, y que cubran todo lo inimaginable. Habrá que hablar de calidad aunque llevemos años mareando la perdiz sin que hayamos mostrado interés en qué narices hacer para conseguirla, con lo fácil que ha sido ganar dinero con un listón más cerca de Magaluf que de Puerto Banús.
La prioridad, por supuesto, son las personas, sobre todo para no incrementar la muy respetable cifra de casi catorce mil muertos que alguno se empeña en minimizar con un “hoy sólo son 734”. Luego vendrá todo lo demás —el cómo remontamos— mientras, la vida transcurre ahí afuera ajena a nuestra falta de movimiento, al menos, al modo en que lo veníamos haciendo.
Para los árboles urbanos será bueno un tiempo de abandono de esas tareas mal realizadas que tanto los afean
En este “todo sigue en movimiento”, cada día los gorriones vienen recibiendo su ración de agua en algunas ventanas. Es así desde años atrás y no paran un solo día. Ahí siguen hoy. No hay palomas —¿han reparado en que no se ven palomas en la ciudad?—. Los gatos se han apoderado aún más de las calles, tanto, que dormitan plácidamente en medio de ellas, sólo atentos a la llegada de quien los provee de alimentos diariamente. Solares, garajes y viviendas abandonadas, de esas que se cuentan por decenas, son sus moradas, esas casas que no resistirían la foto de un turista, la foto de nuestras vergüenzas.
Cada día, alguien recorre la ciudad para suministrar el agua y el pienso que mantiene a unos felinos gordos, brillantes y perfectamente fértiles, marcando con su orín cada portal cerrado. Temo que cuando esto acabe, sean el triple. A ella, a la bienintencionada vecina no es momento de ajustarle las cuentas, ni de denunciarla por realizar esa actividad. Si lo es para que el Ayuntamiento tome cartas en el asunto y esterilice a tanto minino suelto.
El pulso del exterior es el que es, el de las mareas o el de la naturaleza. Digo la naturaleza, porque su tiempo no lo detiene, ni lo doblega, ni lo controla, mano humana alguna. Para los árboles urbanos será bueno un tiempo de abandono de esas tareas mal realizadas que tanto los afean y ridiculizan, tan óptimo está resultando el confinamiento —el que los dejen en paz— que cuando esto acabe podremos disfrutarlos en todo su esplendor.
No logro imaginar qué sería de esos lugares si todos esos ejemplares murieran casi a la vez
Los ciclos de la vida no los condiciona una cuarentena y continúan en los pequeños insectos, en los beneficiosos y en los otros, esos que hay que controlar al modo en que se hace con las cucarachas, para que no hagan suya esta ciudad silenciosa. Y Arrecife realiza la tarea con estas y con los roedores, aunque a medias. Los insectos que no vemos se comportan casi como el coronavirus, matando por dentro a otros seres vivos. A estos los conocemos, pero también los ignoramos, así de torpe y estúpida es la naturaleza humana, esa que no querríamos en la nueva sociedad ideal surgida de este cataclismo.
Las cunetas, aceras, plazas e isletas, de carreteras, calles, pueblos y nudos viarios, o en la propia capital, acogen algunos elementos verdes, destacando entre ellos grandes ejemplares de palmeras canarias que personalizan todos esos espacios. En pocas décadas han adquirido portes extraordinarios y no logro imaginar qué sería de esos lugares si todos esos ejemplares murieran casi a la vez.
Las largas plantaciones de esta especie, protegida e ignorada, en las cunetas de las vías de todas las islas del archipiélago se han ido convirtiendo en una amenaza para todas ellas y para los viejos ejemplares, pues se ha creado un corredor que permite la continuidad de una plaga conocida e ignorada por todas las administraciones. Cien palmeras, las de la avenida de Playa Honda, fueron tratadas en 2018 por aquello de la dimensión turística de la avenida. Ahí acabó la acción del Ayuntamiento de San Bartolomé.
Imaginemos atravesar Playa Honda y que todas sus palmeras hubieran muerto
Intento imaginar por un momento el tránsito entre rotondas, en el mismo San Bartolomé, hasta llegar al centro geográfico de la isla, sin las palmeras actuales. Pienso que sería de Haría si todas murieran y sus copas tronchadas se mantuvieran el tiempo justo para fotografiar ese momento terrible. Imagino lo que sería de Yaiza sin sus centenares de palmeras en las cunetas o en la ladera de la montaña, o si en Tías desaparecieran sus ejemplares. Jameos sin la palmera de su piscina ¿Alguien se lo imagina? ¿La Fundación César Manrique desprovista de las decenas de Phoenix canariensis de sus jardines?
Imaginemos atravesar Playa Honda y que todas sus palmeras hubieran muerto. No sé si les cuesta visualizar esos escenarios. De todos ellos, no tan apocalípticos, habría que establecer que las palmeras no habrían muerto sino que se las habrían dejado morir. Por abandono consciente. Por dejación de los ayuntamientos y el Cabildo.
Por una vez no vamos a hacer sangre de la inacción de los dirigentes políticos, aunque tengan que tragar con su parte. Los concejales, consejeros, alcaldes o presidentes de las corporaciones van y vienen, pero los técnicos permanecen con todo el caudal de información —que no sé ya si conocimiento— pero también de malos hábitos. Los de parques y jardines de competencia municipal, los de medioambiente de ámbito insular, continúan en sus puestos, mirando no se sabe bien hacia dónde. De ellos es el diagnóstico: “el picudo está presente en las palmeras de la isla”. De ellos es la falta de acción. De ellos también la responsabilidad de esa otra epidemia —que no el coronavirus— que deja en el camino muchos cientos de palmeras que ya no formarán parte de nuestro paisaje, y cuyo culpable es la Diocalandra frumenti con el beneplácito de las administraciones.
La dimensión de la epidemia es colosal por la amplitud y por el grado de abandono a la hora de aplicar un tratamiento
Para el control del picudo, que es su nombre de batalla, se dictó una Orden con el objeto de evitar su dispersión en el año 2007 aunque ya desde 1998 se sabe de su poder destructor. Las manifestaciones visuales son claras para conocer cuando un ejemplar está infectado, pues sus hojas inferiores se secan repentinamente. En un plazo de seis a ocho meses la planta muere. Esto está sucediendo de manera muy notoria en varios puntos de Lanzarote: desde Arrecife al muelle de Los Mármoles en ambas calzadas; en el tramo izquierdo de la carretera desde Arrecife a Tías, esto es, la cuneta de la autovía de Playa Honda. En las isletas de Tías o en las inmediaciones del Hotel Beatriz del mismo municipio, en la salida desde Arrecife hacia San Bartolomé... por hablar de dónde resulta muy evidente la afección y muerte de ejemplares. En pocos meses, todo lo demás estará tocado, hasta el palmeral privado de uno de los lugares importantes en clave turística como es Puerto Calero, donde ya se aprecian los daños.
La dimensión de la epidemia es colosal por la amplitud y por el grado de abandono a la hora de aplicar un tratamiento, siendo como es tan sencillo la identificación del ataque con sólo un examen visual. Sólo hay que observar, ya se ha indicado, la forma en que mueren sus hojas inferiores, no de manera paulatina, sino de golpe. En apariencia, un profano podría interpretar que se trata sólo de hojas secas que toca cortar, pues el resto de la planta no aparenta que esté tocada de muerte. Cuando se ve una se aprende a reconocer todas las que están dañadas, eso, sin ser especialista en nada.
¿Una isla que, tras el coronavirus, aspira a retomar con brío su vocación turística con un paisaje desolado?
No es este el lugar para hablar de los tratamientos existentes muy efectivos a base de aplicaciones de productos por medio de dispositivos a modo de jeringuillas, o de las experiencias para su erradicación por medio de un hongo. Ni pondremos en evidencia la mala gestión de los residuos de los ejemplares retirados o la ausencia de medidas de control en los ejemplares próximos.
No deben haber ni pensado nuestros alcaldes ni nuestra presidenta del Cabildo en lo que devendría Lanzarote sin palmeras. Especie protegida y para la que se han establecido protocolos de intervención que todos eluden. Que todos sus técnicos conocen perfectamente e ignoran de forma consciente. Ya están tardando en solicitarles informes a tanto ocioso, con tanto tiempo libre. A ver qué escriben.
El mal no es nuevo y he ahí el peor mal: el de mirar para otra parte y dedicarse solo a retirar los ejemplares muertos porque antes nada se ha querido hacer. Ignoro si nuestros alcaldes y nuestra presidenta del Cabildo —sus técnicos— tienen claro que nos enfrentamos a una catástrofe para la isla después del coronavirus. Otra catástrofe más de las que se espera. Una catástrofe ambiental que siguen sin querer ver.
Un desastre ambiental tremendo y una desgracia sin precedentes en términos de imagen para una isla que quiere vivir precisamente de la imagen que no cultiva; de un cuento, vamos, incapaz de asumir según qué retos. ¿Una isla que, tras el coronavirus, aspira a retomar con brío su vocación turística con un paisaje desolado? Habrá que visualizar ese escenario y actuar. Primero por nosotros, luego por ellos.