Opinión

El mejor árbol de la ciudad

El mejor árbol de la ciudad

Si tuviéramos la voluntad de realizar un catálogo de árboles singulares al modo que se hace en otros municipios o islas, Arrecife no saldría demasiado bien parada. Hablamos de árboles urbanos cuyas características, como pudieran ser la antigüedad, la rareza, o el porte... sean tan notables que merezca un cuidado y una atención singular. Está claro que la histórica escasez de recursos hídricos anteriores a la instalación del sistema de desalación de aguas por parte de Manuel Díaz Rijo, no permitía destinar este recurso para la jardinería, por lo que la necesidad de disfrutar del verde se limitaba a macetas en los patios y culantrillo en las destiladeras.
 
De aquellos árboles notables en el parco escenario de la capital, sabemos de la araucaria del IES Agustín Espinosa, de notable altura y que competía con las desaparecidas del parque Ramírez Cerdá; de los laureles que quedaron en la zona alta tras el Ayuntamiento, y que formaron parte del antiguo Mercado de Abastos, e incluso podríamos considerar los laureles de la plaza de la Iglesia. Más joven, pero situado en un atinado emplazamiento y con un buen desarrollo, tenemos el laurel de la confluencia de las calles Góngora, Blas Cabrera Topham y Dr. Fleming, o los laureles de Titerroy, ejemplo de intervención para un núcleo urbano por la presencia del arbolado en sus aceras. Pero si hay un árbol que reúne la singularidad para dedicarle nuestra atención ese es el laurel de Cuatro Esquinas. Su copa se desarrolla al abrigo de las dos fachadas que los protegen del viento, y conforma una zona de sombra inigualable en todo el espacio urbano del municipio, a la vez que otorga una destacada calidad al entorno. El árbol formó parte de una pequeña plaza construida en la primera mitad del siglo XX, siendo una de sus características la forma en que salvaba la pronunciada pendiente de la zona al elevarse sobre el suelo por su parte sur. En el medio, el laurel acogía a sus vecinos.
 
Una intervención realizada hace no demasiados años, que tendría que haber supuesto la restauración del espacio dado su alto deterioro, lo que generó fue una profunda remodelación, ignorando la pendiente y olvidando nivelar el nuevo espacio. El resultado, fruto de algún delirio del autor del proyecto al que no le vamos a dar cancha en estas líneas, es una plaza inclinada donde la permanencia se torna imposible por esta circunstancia. Al árbol no sólo le cortaron su sistema radicular para poder realizar la obra que querían, sino que su copa fue salvajemente talada, tanto que a punto estuvo de morir tras la intervención. Una cuña de granito lo apuntala por uno de sus lados en un desafortunado alarde creativo. Toda esta mención para poner en evidencia que cada árbol puede contar una historia, que no es más que la relación que cada vecino establece con su espacio público, con sus plazas y sus árboles —con permiso de Ferrovial—, y que la historia de este árbol es también la de la supervivencia.
 
No murió, aunque pudieron matarlo. Hoy alza su copa y la extiende como en sus mejores tiempos. Es, con diferencia, el árbol más hermoso de la ciudad porque tiene la suerte de que las cortadoras mecánicas no le han echado el ojo encima.

 

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