Opinión

Un país de primera

Una de mis ideas preconcebidas es considerar que nuestra clase política no suele estar a la altura de los retos, lo cual considero que viene quedando meridianamente claro cuando no muestran argumentario intelectual y conocimiento, así a secas, para afrontar a algunas de las cuestiones —ridículas de lo absurdas que son— que trastocan la convivencia. El problema suele ser el considerar que todos son igual de malos y que ninguno tiene en su agenda la atención al interés general. Primero, ellos, luego el partido y poco más. Seguro que la realidad no es tan cruda entre todos los que se dedican a lo público, pero yo no conozco a muchos de los que pueda garantizar su competencia y altura de miras, su generosidad y su dedicación. A ver, alguna habilidad muestran, si no, durarían un suspiro.

Cuando hablamos de que no conozco a muchas personas preparadas, digo que ni muchos, ni muchas, porque la llegada de las mujeres a la vida pública si algo a ha demostrado es que, efectivamente, son iguales a los hombres, muy iguales. Yo no lo he dudado nunca, pero albergaba el deseo de que siendo iguales lo harían diferente. Error. Trabajan lo mismo, son igual de ambiciosas, igual de torpes e igual de inteligentes, decepcionan prácticamente lo mismo e impresionan también lo mismo. Hasta han demostrado su falta de escrúpulos para la corrupción en el disfrute de sus cargos.

Pero la vida-en-el-cargo-público es una cosa y la vida-vida es otra diferente. La vida de verdad —siendo la otra una de las manifestaciones de estar vivo— es todo lo que pasa fuera de los partidos y de las administraciones, y siempre olvido que al ser humano y a mi comunidad no puedo calificarla por la calidad de la gestión de los representantes públicos que elegimos ni por sus manifestaciones a la galería.

Se hace obligado recordar que somos un país de primera que parece un país de segunda, porque lo que se muestra es a sus representantes públicos en sus batallas de poder y de partido, y cuando no son estos, es la miseria de algunas vidas mostradas en la televisión como una sala de despiece. Esas pinceladas eclipsan personalidades sobresalientes, vocaciones y compromisos dignos de la mayor consideración. 

Olvidamos, siempre olvidamos, que el enorme talento existente se muestra menos de lo que debiéramos. Investigan, calculan, construyen, diseñan, escriben, interpretan, crean, cocinan… Nuestras universidades están llenas de gente formándose. Es cierto que no a todos les pasa la universidad por encima, pero son muchas las personas relevantes que ponen su talento al servicio de las empresas o la medicina; que innovan y arriesgan. Es cierto que también muchos realizan su carrera profesional en otros países ante la falta de estímulos en el nuestro. Lo curioso es que del inmenso talento con que contamos, pocos son los que se vuelcan en el servicio público desde la política. Es posible que el problema sea muchos de los que están, que no suelen ser los más brillantes, aunque sí muy voluntariosos para medrar, nunca van a poner fácil quitarse para dar paso a las mejores cabezas. 

Y todo ello, esa realidad que no es primera página de la prensa diaria, la pasamos permanentemente por alto, porque lo visible de nuestros personajes públicos oculta la excepcionalidad de las vidas que dan fuelle a este país. No son las gestiones de aquellos, sus comparecencias y sus mensajes confusos y sobreactuados los que nos tiene en marcha, sino el trabajo de muchos y el talento de otros. Y ninguno de estos últimos, al menos por aquí, está en la política ni en cargos públicos.    

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