Opinión

El pan de la abuela Tomasa

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El pan de la abuela Tomasa

Dando un paseo por los recuerdos de mi niñez, me vienen a la memoria unos gratos momentos.

Tengo muy presente el matrimonio de Pancho Farrás y Tomasa Díaz.  Cómo olvidar a tan peculiar y amabilísima pareja; pues eran nada más y nada menos que los panaderos del pueblo de Yaiza.  Y no de una panadería cualquiera, era una panadería de horno de leña, el pan   amasado a mano por Tomasa, mientras su marido Pancho caldeaba el horno con aulaga, dicho mato le daba al pan un matiz de sabor y un aroma diferente; haciendo que este fuese aún más delicioso.

El arte de hacer el pan en horno de leña era trabajo muy laborioso y un verdadero arte, valga la redundancia. Este matrimonio trabajaba formando un gran equipo, como dije antes, mientras uno caldeaba el horno el otro se encargaba de la masa. Pues tanto en una como en otra labor debían estar pendientes: de que el horno adquiriera la temperatura idónea, y que el pan se soltara, para introducirlo a hornear. Uno de los trucos para saber si el horno estaba a punto, era ver si los virotes de la puerta del mencionado horno estaban de un color blanco grisáceo también llamados los bigotes. Y que el pan al soltarse, quería   decir que la masa se esponjaba   doblando su tamaño.

Recuerdo que era como un ritual ir a comprar el pan todas las mañanas, las madres mandaban a uno de sus hijos a buscarlo. Tengo que decir que muchas familias compraban para el desayuno y la merienda, pues al medio día era costumbre de comer más bien gofio, bien revuelto o bien amasado. Revuelto para el caldo pescado, amasado para el sancocho, potajes etc.

Haciendo memoria lo que contaban y cuentan los mayores, que, en tiempos más remotos, debido a la economía muy pobre de la gente, consumir pan era más que un artículo de lujo. Solo estaba reservado como un privilegio para los niños de muy corta edad, los muy ancianos y, sobre todo, para los enfermos. No era de extrañar que alguien fuera a la lonja y al pedir un pan, los que estaban presentes en ese pequeño comercio e incluso la persona que estuviera atendiendo, de inmediato preguntaran ¿a quién tienes enfermo en casa?

Estoy viendo a Pancho Farras con su fiel camella yendo a su finca la cual estaba situada en el valle de la Degollada, cosa que hacía después de desayunar que consistía en una gran taza de leche de cabra con gofio, como dice el refrán: en casa del herrero, cuchara de palo. Pero luego echaba en su mochila una buena rebanada de pan, un trozo de un sabroso queso semicurado, como un tente en pie a media mañana y aguantar hasta la hora del almuerzo. Él vestía muy elegante para trabajar en su finca, siempre iba de chaleco, sombrero negro, corbata y reloj de bolsillo que guardaba como oro en paño, en una funda de piel.

Cuando regresaba del valle, apenas almorzaba se echaba su pequeña siestecita, luego   ensillaba su camella y se dirigía a la vega para rozar la famosa aulaga, la dejaba secándose y se traía la que había dejado cortada del día anterior

Quién no recuerda caminar por el barranco, hoy calle La Orilla, al llegar a la altura del Boquete   que no percibiera los olores de la leña quedada de aulaga y el rico aroma del pan recién salido del horno.

Quiero resaltar que Tomasa, aparte de tener buenas manos para amasar, también era muy habilidosa para hacer ganchillo, confeccionaba unas colchas preciosas y todo tipo de encajes. Pasando ese arte a sus hijas Tomasa y Olga, a quienes recuerdo verlas sentadas a la sombra en el patio de su casa, las tardes verano, practicando ese mencionado arte, inculcado por su madre. Por cierto, un patio abierto muy típico canario, lleno de plantas.

No me puedo resistir a contar anécdotas de la señora Tomasa, cuando ella estaba sentada con sus hijas en el ya mencionado patio, pasaba alguien por delante de su casa y como era de normal costumbre, se saludaban, entablaban una conversación. Y después del cordial saludo: buenas tardes mujer, que tal andamos, bien gracias, yo aquí haciendo una preciosa colcha para mis hijas, luego que se casen con uno de los soletuos de Yaiza y se les enreden en la colcha con las vergas de las soletas. Que vueltas da la vida que ambas hijas se casaron con dos buenos, horados y trabajadores muchachos de Yaiza, por cierto, se les veía muy felices. Pero las ocurrencias de Tomasa siempre las tenía muy a pronto.

Otra anécdota muy ocurrente y graciosa, en la que yo estaba presente, ocurrió en la tiendita que ella instaló ya en los años 1970 en la Plaza de Los Remedios: llegó una parejita de turistas extranjeros, a comprar pan, embutido para hacerse un bocadillo, le pidieron queso, entonces les ofreció un trozo pequeño de ese producto, pero, aun así, a los jóvenes turistas les pareció mucho. Tomasa, mirándolos y como si ellos hablaran el mismo idioma que ella, les dice de manera muy espontánea y campechana, como era ella: ¿Y ahora les voy a partir este fisco de queso? ¡miren...! se lo llevan así mismo; si lo quieren, lo quieren y si no lo dejan. Hasta los mismos turistas soltaron una gran carcajada, pagaron el producto y se fueron muy contentos por el trato tan sincero y natural que habían recibido.

Los que conocimos esos tiempos, cuánto los echamos de menos.  Yo creo que, hasta nuestros visitantes, disfrutarían mucho con esa cultura tan natural.

Me pregunto quién no se comería ahora mismo una rebanada de pan calentito, de Tomasa, acompañada con un trozo de queso de cabra, del que hacía Matilde González, esposa del famoso ganadero don Manuel de Ganzo Quintero?

Se me hace la boca agua, recordando una rebanada de ese pan recién salido del horno, untado con la famosa margarina Mariam La Niña. ¡miam, miam!

Esteban Rodríguez Eugenio es cronista oficial del municipio de la Ciudad Histórica de Yaiza

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