La delgada línea (roja) entre el llanto y la pataleta
Según cuenta la historia, el último rey islámico de Granada, Boabdil el Chico, salió entre lágrimas de la Alhambra el dos de enero de 1492, tras entregar las llaves de la ciudad a los Reyes Católicos. Y según dice también la historia, la sultana Aixa, madre de Boabdil, replicó a su hijo con una frase que pasaría a la posteridad: ‘‘Llora como una mujer lo que no supiste defender como un hombre’’.
Más allá de la validez actual de tal sentencia en un mundo en el que está más que demostrado que los hombres lloramos a menudo como auténticas magdalenas, sin que eso signifique más que el desahogo es un derecho humano bien sano y universal, la cita parece aplicable a la situación que vivimos ahora mismo en España.
El verdadero y rotundo perdedor de estas elecciones –aparte del español medio, ya al borde de la extinción– es la izquierda. Una izquierda que se ha puesto de acuerdo tan solo en proclamar a los cuatro vientos que no viviríamos otros cuatro años de Rajoy. Y al final ni eso.
Porque la sensación es, desde las primeras elecciones, que nadie, tanto en el PSOE como en Podemos e IU, tenía interés en trabajar por una coalición que nos liberara de otros cuatro años de recortes y rancia austeridad. Por mucho que Rajoy se supiese vencedor al celebrar su ‘‘victoria’’ en Génova tras los segundos comicios, la democracia dicta que obtener más votos que el resto de partidos no te convierte en ganador hasta la investidura. Para ello, el resto de partidos debe brindar su apoyo o buscar otras vías hacia la gobernabilidad, ese término de marras que ya tanto empacha.
“Los barones del PSOE ataron de pies y manos a Pedro Sánchez: ni por un lado, ni por otro; ni PP, ni Podemos”
Por un lado, los barones del PSOE ataron de pies y manos a Pedro Sánchez: ni por un lado, ni por otro; ni PP, ni Podemos. Lo primero daría razón a los de Pablo Iglesias y a la línea argumental contraria a ‘‘la casta’’; lo segundo suponía un suicidio para el PSOE, dando alas a su rival directo ante los peores resultados de su historia –aunque el tiempo demostrase que, efectivamente, podía ser peor–. Quedaba tan solo la opción de Ciudadanos: pactar una investidura kamikaze con un Albert Rivera que, en estos diez meses, ha ejercido cumplidamente el papel de Celestina, tratando de arrejuntar a unos y a otros y confirmando que nunca estuvo ahí para gobernar, sino para favorecer el equilibrio del sistema a modo de un Robin Hood a la inversa, que robase votos del desencanto para brindárselos luego en bandeja a los de siempre.
Por otro lado, la formación de Pablo Iglesias ha jugado sus cartas en vistas a un escenario favorable que no hace sino legitimar el sentido de su partido y asegurarle su crecimiento a corto y medio plazo: la abstención del PSOE, consumación del bipartidismo tradicional, ayuda a encender de nuevo su ideario tras el desgaste al que todos los partidos, incluidos ellos, se han visto sometidos durante los últimos meses. Y tampoco es que les falte razón, porque la verdad es la que es. Basta con ver algunos de los tweets que hace bien poco el ejecutivo del PSOE lanzaba sin contemplaciones asegurando que no cedería de nuevo el poder a Rajoy. Hasta que fue para todos patente que el barco hacía aguas por todos lados y no había manera de mantenerse a flote. Entonces llegó el momento de cortar la cabeza de Sánchez y retirarse, contando con cuatro años para reconstruirse desde la oposición, no sin antes brindar un espectáculo tan mediático como grotesco.
“No tiene ningún sentido llorar ahora lo que nadie supo –e iría más allá: lo que nadie quiso– defender”
La conclusión, si uno piensa un poco, es que una parte significativa de los españoles queríamos una coalición de izquierdas –al menos de lo que estuviera a la izquierda del PP–, menos sus líderes. Porque cuando no te interesa negociar, basta con poner sobre la mesa un punto que el otro no pueda aceptar de ningún modo: las denominadas ‘‘líneas rojas’’. Y de esos barros, estos lodos.
La cuestión es que se anuncian durante este fin de semana –respaldadas por los líderes de Podemos e IU– movilizaciones en contra de la investidura de Rajoy. Y yo no estaré en ninguna de ellas. No porque esté deseando otros cuatro años de hilarantes lapsus ante las cámaras –como decía hace poco Ignatius Farray: con Rajoy gana el humor–, sino porque considero que no tiene ningún sentido llorar ahora lo que nadie supo –e iría más allá: lo que nadie quiso– defender. Seamos consecuentes: ‘‘ante la mafia, democracia’’ significa haber trabajado con amplitud de miras con el fin de echar del poder a un partido que suma escándalos de corrupción como tazos, pasando por ellos de puntillas y sin abordarlos como un problema estructural. Un partido cuyas políticas parecen sumirnos en una desigualdad preocupante que, de ningún modo, ayudará a la recuperación de España.
Lo otro no es ya democracia, ni siquiera un llanto, sino una pataleta. Y una pataleta, en cierto modo, contraria al sentido de la democracia misma, ya que Rajoy es presidente porque así lo han querido los demás, que tenían voz y voto de sobra para entenderse en unos pocos objetivos comunes, si así lo querían. Porque Boabdil el Chico cayó luchando, pero la izquierda no parece, siquiera, haber salido al campo de batalla más que para medir la fuerza de sus caballos y, de paso, tirarse las aljabas a la cabeza.
La historia se repite. Y ya cansa.
Alberto Perdomo de la Hoz