Los nietos de Dylan

Aún sumidos en el revuelo que ha despertado la polémica decisión de la Academia Sueca y los ríos de tinta consecuentemente vertidos, una noticia se alza por encima de todas las anteriores: Bob Dylan no da bola a los del Nobel. Ni una perdida, ni un mísero whatsapp. Nada. Y siendo la noticia la que es, el chascarrillo también parece estar servido: Robert Allen Zimmerman se está haciendo el sueco ante el mayor galardón de la literatura universal.
 
Como frecuentemente ocurre con las decisiones inesperadas, la disparidad de opiniones ha salpicado, cuando no eclipsado, el fallo del comité sueco. Muchos saltaron en protesta de la concesión del premio, considerando que la Academia Sueca había tomado una decisión calificable de fácil, de mainstream, renunciando a su otrora celebrada ‘‘impopularidad’’ a la hora de conceder el galardón a autores, por lo general, no consagrados. O, al menos, no de una dimensión tan universal como la de Dylan, puesto que a nadie se le ocurriría considerar que el Gabo o Saramago –por citar a dos de los más leídos– no eran autores de sobra célebres en el momento de recibir el galardón.
 
Los grandes detractores de este Nobel argumentan, entre otras cosas, que su concesión relega definitivamente a la literatura de su lugar privilegiado en la cultura. Una cultura que, a su vez, ocupa ya -por desgracia– un lugar marginado en el devenir de la historia humana, tan ocupada en conquistas más prácticas que el preocuparse por lo que el ser humano puede vislumbrar de sí mismo como en, por ejemplo, encumbrar a Cristiano Ronaldo, nuestro David de Miguel Ángel contemporáneo. Por un lado, la doctrina salvaje de la productividad y la dictadura de los mass media; por otro, el torremarfilismo de los que se postulan como los últimos adalides de la cultura. Ambas posturas parecen, a simple vista, no solo irreconciliables, sino irrealmente absurdas. 
 
“Para algunos, parece que la decisión de conceder el Nobel a Bob Dylan supedita la literatura a la tan en boga cultura de masas”
 
Para algunos, parece que la decisión de conceder el Nobel a Bob Dylan supedita la literatura a la tan en boga cultura de masas. Y quizá uno debiera preguntarse si esa lectura esconde una visión sesgada y elitista de la cultura o, al menos, una visión muy despersonalizada y descreída del conjunto de individuos que formamos la humanidad. Y tampoco es que les culpe, porque –personalmente– no elevaría siquiera al nivel de literatura el producto que ofrecen gurús del buenrollismo como Paulo Coelho, para que sepamos de lo que estamos hablando. Con todo, la canción popular es tal es porque pertenece a los pueblos, a los anhelos y las ilusiones del ser humano en su conjunto, una definición que encaja bastante bien, al menos a grandes rasgos, con la naturaleza de la poesía. Confundir eso con el producto de modas y tendencias es, cuanto menos, herético, por mucho que haya podido triunfar.
 
Por otro lado, se alzan los que sostienen otro impedimento básico: estamos ante un Nobel de Literatura que no precisa ser leído, al menos no como entendemos tradicionalmente el proceso de lectura. Es de este sector del que provienen algunas de las premisas más apocalípticas, aunque algunos de ellos se sostengan sobre la misma rigurosidad estética y técnica que antaño la propia musicalidad impusiera sobre la lírica dando con lo que hoy conocemos como poesía, por mucho que ya no se precise para cultivarla del acompañamiento de una lira, ni de una armónica.
 
Basta sumergirse brevemente en sus letras para percibir inmediatamente que Dylan no es la voz de una generación, sino de un tiempo, de un ideal humano tan trascendente como inefable. Pero no por ello puede acotarse tan solo a un tiempo concreto. La música de Bob Dylan es un exponente de los valores humanos por excelencia, de la más profunda pregunta sobre el ser. Es complicado, por no decir imposible, no reconocerse, no encontrarse con uno mismo en sus líneas. Su música conecta con una identidad colectiva, con una humanidad que se reconoce abiertamente soñadora. Para ello, bebió de muchos. Y muchos bebieron de él. Se puede decir sin miedo a equivocarse que Dylan es un poeta. Y de los buenos. La única diferencia es que, encima, sabe cantar. Y que, a diferencia de otros grandes escritores, Dylan nos hablaba a todos.
 
“No ha sido ni será Bob Dylan quien relegue a la literatura de su lugar privilegiado. Al contrario, ha llenado estadios con ella”
 
No ha sido ni será Bob Dylan quien relegue a la literatura de su lugar privilegiado. Al contrario, ha llenado estadios con ella. Asumir y mostrar conformidad o rechazo sobre este asunto pasa por asumir que muchos, muchísimos, somos hijos y nietos de Robert Zimmerman y que este es, al menos, uno de los grandes poetas en lengua inglesa del siglo XX. Decía Joaquín Sabina que Bob Dylan y él eran grandes amigos, solo que el segundo no lo sabía. El mismo Sabina que presumía en una entrevista de poseer una segunda edición del Ulises firmado por Joyce. El mismo que ante la pregunta del entrevistador sobre si había sido capaz de leerlo contestaba que no sin ningún pudor, como haría cualquier persona en su sano juicio sin una férrea entrega literaria. 
 
Es más que evidente que la decisión nos ha cogido a todos por sorpresa. Pero, ante tanta controversia, cabe hacerse una pregunta: ¿quién dice lo que es literatura? Y añado: ¿tanto nos importa a todos el Nobel como para llevarnos las manos a la cabeza? Porque la verdad es también una sola: al menos al galardonado no parece importarle sumamente si, a fecha de este artículo, sigue sin dar señales de acuerdo, que no de vida. Quizá sea de justicia poética que su respuesta quede, una vez más y para siempre, soplando en el viento.
 
Alberto Perdomo de la Hoz

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