Opinión

14-F, más allá de Cataluña

14-F, más allá de Cataluña

Las elecciones catalanas confirman la mayoría independentista y, además, alumbran otra mayoría de izquierdas difícil de concretar a corto plazo. Con algunos datos muy relevantes: la sustitución de Ciudadanos por el PSOE de Salvador Illa, vencedor de los comicios -primera fuerza en votos y empatado a 33 escaños con ERC-, como principal referencia del espacio estatalista, y el apretado triunfo de los republicanos sobre JxCat en el soberanista; así como la fuerte irrupción en el Parlament de la extrema derecha con más escaños de los que suman el PP y Ciudadanos, ganador de las anteriores elecciones. Los resultados tienen consecuencias para Cataluña e influirán en una política estatal muy inestable.

La participación fue baja (53,5%), alejada de la muy elevada que se produjo en 2017 (79%), después de la aplicación del artículo 155 y la suspensión de la autonomía catalana, pero no debe ser usada como excusa fácil por los partidos que retrocedieron de forma sustancial. Las condiciones políticas no eran las mismas que entonces y, además, la convocatoria a las urnas se llevó a cabo en medio de una nueva ola de la pandemia de la Covid 19. La fuerte abstención afectó, en mayor o menor medida, a casi todos los partidos.

El independentismo agrupa ahora 74 escaños de los 135 que conforman la Cámara, una holgada mayoría absoluta, algo mayor de la que obtuvo en la anterior cita con las urnas (72); y esta vez supera el 50% de los votos. ERC se impone a Junts por unas 33.000 papeletas y un escaño (33 frente a 32) y ambos precisan de la CUP, que incrementó su presencia de cuatro a nueve actas. Cualquier combinación de gobierno pivota sobre ERC, que puede elegir a sus socios, sean Junts y la CUP o el PSOE y En Comú Podem (ECP), que resistió repitiendo el número de escaños de la anterior convocatoria. Mientras que el PSOE no suma con los autodenominados constitucionalistas y aunque fue primera fuerza en las urnas tiene pocas posibilidades de presidir la Generalitat.

Pero en esta ocasión los números dan también para un Govern de izquierdas apoyado por PSOE, ERC y ECP (casi imposible sería la presencia de la CUP); un espacio que reduce mucho menos su apoyo que el del independentismo, que pierde unos 700.000 votantes. Lamentablemente los vetos estuvieron muy presentes en la campaña: Illa dejó claro que no gobernaría con los independentistas y estos firmaron un documento en el que se comprometen a no pactar con los socialistas. Debieran dejar unos y otros los vetos en exclusiva para aquellas organizaciones que cuestionan la democracia y estimulan el odio, el racismo, la xenofobia y el machismo. Entre demócratas siempre debe estar abierta la posibilidad de diálogo y acuerdos.

El peligro de la extrema derecha

Además del Ejecutivo soberanista (al que ERC solicita la incorporación de ECP, aunque hay vetos mutuos entre Junts y los de Ada Colau) o del tripartito de izquierdas, queda una tercera opción a medio plazo: un Ejecutivo presidido por Pere Aragonés e integrado solo por ERC, apoyado en el Parlament por los republicanos, PSOE y los comunes; que tendría como contrapartida que los 13 votos de ERC en el Congreso apoyaran al Ejecutivo de Sánchez. Y, si no se logran establecer acuerdos, quedaría la repetición de elecciones este verano.

El PSOE acertó al situar al frente de la candidatura al exministro Salvador Illa, un hombre moderado y con capacidad de diálogo, y cuya gestión de la pandemia le catapultó, capaz de arrancar muchas papeletas a un Ciudadanos en absoluto declive. Erigiéndose en la única opción del espacio estatalista con condiciones para vencer, como así ocurrió, aunque de forma muy apretada, a las dos grandes formaciones nacionalistas, ERC y JxCat.

En la derecha estatalista se produjo una hecatombe, que no solucionan salidas inmobiliarias, negaciones del pasado ni ausencias de autocríticas. Ni echarle la culpa a la abstención, al CIS o a la Fiscalía. Ciudadanos, que ganó en 2017 con 36 escaños, ve achicada su presencia hasta los seis; pierde casi un millón de votos que se van al PSOE, a Vox y a la abstención y pone en peligro su existencia. El PP ocupa la última plaza, con tres escaños, retrocede respecto a 2017 y ve como su competidor en la extrema derecha casi multiplica por cuatro sus actas. El liderazgo de Casado comienza a ser cuestionado por los sectores más centristas del partido y, también, por los próximos a Vox. Cayetana Álvarez de Toledo sentenció esta semana que "la responsabilidad no es de Bárcenas, no es de Rajoy, no es de la abstención, incluso ni siquiera es de García Egea, la responsabilidad es del líder del partido”.

Aun con las peculiaridades de la realidad política catalana, la irrupción de Vox es acaso la consecuencia más preocupante del 14-F. Sus resultados, con más escaños que PP y Cs juntos, deben ser motivo de alarma no sólo para estos, sino para el resto de las formaciones políticas inequívocamente democráticas. La extrema derecha, la Historia y el presente lo acreditan, constituye un peligro para la estabilidad social y política. Hasta ahora, su presencia institucional era residual, testimonial. Sin embargo, Vox está consiguiendo seducir, desde su prestancia institucional y mediática, a un creciente segmento de población que no se siente representado por PP y Cs, los más próximos ideológicamente, sin que esto suponga que no sea capaz de captar a otros votantes desde un discurso demagogo, simplista y visceral que cala especialmente en situaciones de crisis.

Por todo ello y, visto lo visto en Cataluña, parece más que aconsejable establecer compromisos claros de no pactar con ellos, en vez de alimentarlos con porciones de poder como ocurre en algunas comunidades autónomas y ayuntamientos donde son socios del PP y Cs. Porque, si no, seguirán devorando a estos en una primera fase y, una vez digeridos, su voracidad afectará al sistema social, pluralista y de libertades en el que vivimos. Un aislamiento que no solo debe ser tarea de las formaciones de derecha o centroderecha, sino que la responsabilidad ha de abarcar al resto. No vale la pasividad. Hay que combatir. Democráticamente. Sin tacticismos partidistas. Con altura de miras. Por el interés general. Y no solo en el plano político-institucional, sino también en el mediático, donde las responsabilidades son evidentes por su capacidad de influencia social.

Diálogo

Si se quiere buscar una lectura positiva de los resultados, esta es, sin duda, que la ciudadanía ha apartado del primer lugar del ranking electoral a las organizaciones más frentistas y menos propensas al diálogo de los dos bloques, Junts y Cs, sustituyéndolas por formaciones que parecen más propicias a buscar entendimientos. Pero queda lejos una resolución del actual contencioso. En el último sondeo del Centro de Estudios de Opinión de la Generalitat, publicado a principios de febrero, la mayoría se muestra insatisfecha con el actual estatus de Cataluña: un 56,3% considera insuficiente el grado de autonomía; y, respecto al modelo deseado, un 33,5% apoya un estado independiente, mientras que un 26,5% apuesta por salidas federales y un 26% por autonómicas. Incluso en ERC, aunque son mayoritarias las posiciones independentistas, un 51,5% (36 puntos menos que en 2014, cuando superaba el 88%), se abre paso el federalismo (36,4%) entre sus votantes.

Con estos datos sociológicos y con los que reflejan reiteradamente las distintas convocatorias electorales, no parece que ni la defensa de una nueva declaración unilateral de independencia, que sigue abanderando Junts, ni el tradicional inmovilismo de las distintas derechas estatalistas, respondan a los anhelos de la mayoría. Ni aporten salida alguna al actual conflicto. Hoy más que nunca, en el contexto de esta grave crisis sanitaria, económica y social, corresponde apostar por el diálogo y por la búsqueda de soluciones que cuenten con el más amplio respaldo de la ciudadanía.

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