Caleta de La Villa, de penúltimo paraíso conejero a exitoso núcleo costero
Aunque en verano está de bote en bote, en días luminosos el espectáculo paisajístico del telón de fondo sigue siendo sublime
Con una longitud de más de cuatro kilómetros, la playa de Famara fue durante largo tiempo el penúltimo reducto costero de los lanzaroteños. Flanqueado en un extremo por el Risco y, en el otro, por la Caleta de La Villa, como se decía antes, en medio emerge un edén a marea vacía; eso sí, cuando el viento lo permite. Pero, el éxito alcanzado es tal magnitud que, en algunas épocas del año, la playa están tan concurrida que se parece cada vez más a Las Canteras.
El veraneo en la Caleta de Famara viene de antiguo. La ermita bajo la advocación del Sagrado Corazón de María data de 1907 y, unos años más tarde, se consolidó la costumbre de tomar baños en la Caleta entre los naturales de Teguise. Algunas familias de Arrecife y La Villa se instalaban en este lugar para sobrellevar los calores del verano, al amparo de la la brisa fresca del norte. En el primer tercio del XIX ya existen almacenes de piedra y barro construidos por los pescadores ocasionales. Poco a poco, a finales de siglo van construyéndose casas de veraneantes junto a los almacenes y pequeñas viviendas de los residentes fijos, cuyas primeras familias se apellidaban Tavío, Morales, Batista, Padrón y Machín. Aquí nació el maestro constructor de timples Simón Morales Tavío.
Las correrías infantiles de Manrique
Uno de sus veraneantes más conocidos, César Manrique, siempre mantuvo vivo el recuerdo de sus correrías infantiles en sus orillas y el impacto que en él ocasionó el descubrimiento de la luz y la naturaleza. Salvando las distancias, hoy no es muy diferente, ya que la Caleta sigue siendo un paraíso para los niños y niñas. El poblado de pescadores se ha transformado en un núcleo turístico y residencial y ya no queda rastro de las chozas que guardaban los barquillos de dos proas, ni se otean velas a lo lejos. Eso sí, su paisaje sigue siendo único. A un lado, el Risco y su luz cambiante; en frente, las olas y, a lo lejos, en la línea del horizonte, emergen La Graciosa, Montaña Clara y Alegranza.
El pueblo cuenta en la actualidad con 1.151 residentes, un censo que no ha dejado de aumentar pese a los duros días de invierno, entre otras razones debido al auge de los deportes náuticos de viento, como el surf y kitesurf. Varias escuelas ofertan paquetes que incluyen cursos de iniciación y apartamentos para alojarse, aunque, de último, las casas vacacionales se han puesto de moda y han subido los precios. Si no se ha reservado con mucha antelación, es imposible encontrar alojamiento.
El dilema entre el jable y el asfalto en la calle Rociega
Los residentes del pueblo se multiplican en Semana Santa, preludio de un traslado estival que comienza por la festividad de San Juan, en unos casos, o tras la celebración de las Fiestas del Carmen, en Teguise, en otros. Más tarde, tras las fiestas de la Caleta y el comienzo del curso escolar, se produce el retorno, aunque se sabe que los mejores meses son septiembre, octubre y noviembre: sin viento y sin tanta gente. En cualquier caso, aunque en verano está de bote en bote, en días luminosos el espectáculo paisajístico del telón de fondo sigue siendo sublime. Ahora bien, si vas a acercarte, ten presente que no se permite acampar ni estacionar los coches en cualquier sitio o de cualquier manera, ya que esta zona es un espacio natural protegido y forma parte del Parque Natural del Archipiélago Chinijo.
Una década de estas, quizá se resuelva una de las asignaturas pendientes en este pueblo, concretamente en la calle Rociega. Apelando a la tradición, esta es la única calle que no ha sido asfaltada y no deja de ser curioso, porque por ella transitan y aparcan los coches, ya no queda jable para pasear descalzos y se ha convertido en una vulgar e insoportable calle de tierra. Una década de estas habrá que decidirse por una de tres: cerrarla al tráfico para que el jable se regenere y vuelva a ser lo que fue, cerrarla al tráfico para transformarla en una vía peatonal urbana o, por último, dejarla como está: puro terreguerío.