Sobre el lenguaje inclusivo, en respuesta a Isabel Muntané

Sobre el lenguaje inclusivo, en respuesta a Isabel Muntané

Hemos asistido, durante estos días, a un intenso debate sobre la difusión de eso que ha venido a llamarse ‘‘lenguaje inclusivo’’. Los más familiarizados con la materia sabrán que la polémica no tiene nada de nuevo, sino que se trata de la reavivación de una disputa que comenzó hace ya mucho y cuya última batalla memorable se libró allá por el 2012, casualmente el año en que un servidor comenzaba sus estudios de Filología Hispánica en la Universidad de Salamanca. En aquel entonces, no sabíamos de qué iba la cosa. Hoy, seis años y una licenciatura después, algo tenemos que decir al respecto los que conformamos esta nueva hornada de filólogos —señalo el uso del genérico: a ojo, un 90% de mi promoción eran mujeres— nacidos, crecidos y, sobre todo, formados en el auge de este debate.
 
Además de la sensibilidad por el tema que se le supone a un filólogo (y no siempre asuntos de índole filológica son de rabiosa actualidad), la publicación del artículo titulado ‘‘El lenguaje es política’’ en El País, terminó por decidirme a escribir lo que ahora leen. Se ha escrito mucho sobre el asunto. Y, sobre todo, han escrito sobre él personas mucho más cualificadas que yo, así que seguramente esto no sea nada que no pueda encontrarse dicho con mayor propiedad y mejor conocimiento de causa. Pero cuando la pasión llama…
 
Decía Isabel Muntané en dicho artículo que quien discute la pertinencia o la utilidad del lenguaje inclusivo ‘‘no defiende el lenguaje’’, sino que ‘‘está defendiendo una ideología’’. A eso añade: ‘‘Hablemos claro, el corporativismo masculino está defendiendo la mirada androcéntrica, patriarcal y machista que los sitúa, a ellos —porque mayoritariamente son hombres— en el centro del poder’’. Y yo no puedo sino disentir.
 
No niego que los haya: siempre hubo machistas en los más altos círculos intelectuales. Por desgracia, las consideraciones sobre el intelecto no han estado, hasta ahora, reñidas con la calidad humana. De hecho, estoy de acuerdo con muchas mujeres de cultura, entre ellas Rosa Montero —a quien siempre he admirado—, en que contra lo que muchos protestan es contra la deconstrucción del sexismo, que no del lenguaje. Eso es palpable en muchos medios de comunicación y en tanto comentario faltón de algún machirulo que —debo añadir: al igual que muchas feministas— no posee conocimiento alguno sobre la lengua, ni falta que le importa. Por supuesto, también son muchos los que ridiculizan el lenguaje ‘‘no sexista’’, tendencia esta bastante humana la de deformar la opinión contraria: no es loable ni es juego limpio, pero así semos. Convendría añadir también que algunos de los ejemplos propuestos en las guías de lenguaje inclusivo no necesitan ser caricaturizados, pues son per se más hilarantes que cualquier reducción al absurdo. 
 
Pero que el rumor de ese diálogo de besugos no nos distraiga. La falta de sensibilidad feminista es, en muchos casos, más que patente (y eso no es nada nuevo); ahora bien, decir que quien se manifiesta en desacuerdo con el lenguaje inclusivo está defendiendo una mirada androcéntrica, patriarcal y machista es una generalización cuanto menos desafortunada y —quiero pensar— fruto de la ingenuidad. De lo contrario, estará sumando a sus numerosos enemigos otros muchos que ni lo son ni pretenden serlo.
 
Dice la autora que la lengua ‘‘evoluciona de acuerdo a las necesidades de cada época’’. Y no puedo estar más de acuerdo. ¡Cuántas veces explicamos los filólogos a nuestros más indignados amigos por la aceptación de los términos ‘‘cocreta’’ o ‘‘toballa’’ que, si la lengua no cambiase, seguiríamos hablando como hace miles de años! Es un deber de las instituciones que velan por la lengua registrar estos usos, por impopulares que sean: el público se asombraría al saber que son, precisamente, populares en el sentido estricto del término. Pero no olvidemos que lo que se esconde tras ese rechazo es un prejuicio de tipo social, porque así hablan los que menos acceso a la educación tienen: generalmente, los pobres. Sin embargo, fenómenos como el laísmo o el leísmo —absolutos atentados contra el sistema funcional que es la gramática del español— gozan de mayor aceptación, pues están más extendidos entre las clases pudientes. Lo mismo ocurre con el sexismo: se acostumbra a llevar al debate lingüístico ciertos aspectos que conciernen estrictamente a lo social, entre cuyas manifestaciones contamos sus vicios y prejuicios.
 
Hay, sin embargo, algo que señalar: la lengua evoluciona, sí, pero de acuerdo al uso espontáneo de sus hablantes, con todo lo que ello implica y nunca por imposición. No se trata de un tema de principios: es simple y llanamente imposible. La difusión del lenguaje inclusivo es, evidentemente, una invitación o una recomendación pues no puede ser de otra manera, ya que nadie puede imponer a nadie una forma de hablar. Lo usará, por tanto, —y nadie le obligará a lo contrario, al menos no yo— quien crea conveniente o justo usarlo, pero conviene tener en cuenta que la lengua, en tanto que expresión de una sociedad, cambia solo cuando la primera lo hace. De este modo, prescindir del lenguaje ‘‘no sexista’’ no supondrá en modo alguno un obstáculo para obtener la ansiada equidad, como podríamos —hipotéticamente— instaurarlo y no cambiar con ello absolutamente nada. Se ha demostrado, además, que no existe una relación directa entre cuestiones como el género gramatical y la equidad efectiva de la mujer, contrastando diversos países y lenguas.
 
Por tanto, no es el inmovilismo lo que se defiende cuando se desaconseja el lenguaje inclusivo tal y como se ha planteado hasta ahora. Es sabido entre mis colegas de profesión que el hecho de que la lengua nos pertenezca a todos —así es, somos depositarios de siglos de historia en tanto que hablantes— induce al usuario a equívocos de mayor o menor gravedad: el más célebre es pensar que la capacidad de hablar una lengua le convierte a uno en especialista en la materia. Y nada más lejos de la realidad. En una discusión sobre este mismo tema, una conocida llegó a defender que la filología no era una ciencia. Imagínense si lo es, que es necesario para su estudio de un amor enorme por la palabra —así reza la etimología del término: filos (amante) y logos (palabra)—, pues de lo contrario nadie se embarraría en asuntos tan complicados como la gramática, la morfosintaxis o la fonética y la fonología que, bien saben mis compañeros, a más de uno nos han costado más de un disgusto.
 
Por tanto, ni que decir tiene que el estudio de la lengua es una ciencia y la propia lengua es un sistema mucho más complejo de lo que se tiende a pensar, por lo que es necesario controlar con sumo cuidado los cambios estructurales que en ella se pudiesen dar, lo cual no es equiparable a algo bastante más sencillo como es la incorporación de neologismos. Al lingüista corresponde poco más que el cuidado del sistema para que tanto esfuerzo que ha permitido comprendernos los unos a los otros no caiga en saco roto, y corresponde también advertir de que atribuir al sistema lingüístico, creado en su mayoría por convención, las faltas y los vicios que solo nos corresponden a nosotros en tanto que hablantes es, cuanto menos, descabellado. Tratar de remediarlos remendando el lenguaje es, por tanto, una suma pérdida de tiempo. 
 
Pero dice la autora que el masculino genérico ‘‘no incluye a la mujer ni lo pretende’’ y que ‘‘es sencillamente, un instrumento para invisibilizar, silenciar y menospreciar a las mujeres y así perpetuar un patriarcado que no nos quiere con voz, ni en el espacio público, ni en la toma de decisiones’’. La verdad, es que se me ocurre que el patriarcado posee instrumentos bastante menos inocuos que el masculino genérico —un accidente lingüístico con origen, seguramente, en el predominio del varón frente a la mujer, pero que ha consumado su papel con la celebrada incorporación de la segunda al mundo que antes fue eminentemente masculino— para menospreciar a la mujer. Un ejemplo: muchos tenderán a pensar que el término ‘‘Consejo de Ministros’’ es sexista, cuando lo sexista es que ese gabinete esté conformado únicamente por hombres. Esto fue así hasta hace bien poco. Ahora bien, la cosa cambia si nos situamos en la no poco celebrada realidad política actual, donde uno no puede sino comprender que al decir ‘‘Consejo de Ministros’’ se apela a un órgano conformado igualmente por hombres y mujeres. De esta manera, con el cambio social y la equidad efectiva, aumenta la presencia de la mujer en ciertos espacios antes vetados, aumentando su visibilidad en la normalización de esta circunstancia. El genérico parece ser, por tanto, cada vez menos excluyente, aunque conserva exactamente la misma función que tuvo siempre. El cambio es, por tanto, social y nos permite ahorrarnos por innecesario —si no imposible— el esfuerzo de cambiar usos asimilados desde muy antiguo ante una visibilización efectiva de la mujer.
 
Pero añade la autora: ‘‘Si las mujeres no aparecemos ¿dónde estamos? Ocultas, silenciadas, en casa. Como nos quiere el patriarcado’’. Yo le diría que, si bien el lenguaje —como ella misma bien señala— nos ayuda a construir nuevas realidades, no conforma en modo alguno una realidad por sí mismo: es decir, por fortuna, el hecho de que yo no nombre explícitamente a una mujer cuando digo ‘‘los aquí presentes’’ —sí la mencionaré explícitamente cuando sea procedente, como en el caso del primer párrafo—, no transporta inmediatamente a ninguna mujer, ni en el tiempo ni en el espacio, a lavar los platos. Y repito: por fortuna. Esto, evidentemente, es algo que todos sabíamos ya. Pero no está de más recordarlo. Téngase en cuenta asimismo que podemos construir un discurso sexista con un lenguaje ‘‘no sexista’’, así como un discurso feminista con un lenguaje ‘‘no inclusivo’’. No doten al lenguaje —al que habita en diccionarios y gramáticas, más allá de los hablantes— de un poder que no tiene. Ese poder corresponde, en todo caso, al discurso, a la realidad que las palabras tienen la capacidad de conjurar.
 
Y esto nos lleva a otro punto a tener muy en cuenta: el contexto. No se puede reducir el debate a la naturaleza del lenguaje, pues, aunque hayan quedado gramaticalizados o ‘‘fosilizados’’ si así se entiende mejor, ciertos usos que —sospechamos— pueden haber tenido origen en una realidad patriarcal, no nos conduce a nada reducir el debate a estos accidentes lingüísticos que son ya opacos en su mayoría, es decir, que no transmiten la ideología que los acuñó. El contexto, sin embargo, sí nos permite distinguir usos sexistas del lenguaje (para un mayor conocimiento sobre el sexismo lingüístico recomiendo los estudios de Álvaro García Meseguer), así como dilucidar los que no lo son —o, al menos, no pretenden serlo—. Pongamos un ejemplo que leí recientemente en El País:
‘‘Si digo ‘El hombre medieval moría con frecuencia en el campo de batalla’, nadie se pregunta de qué morían las mujeres. Se supone que hombre abarca a ambos sexos pero, ¿acaso podemos decir: ‘El hombre medieval moría de parto’?’’.
 
Este ejemplo es erróneo e induce a confusión, pues ninguno de los dos usos citados es genérico. En el primer caso, nadie se pregunta de qué morían las mujeres porque se sobreentiende que no luchaban en el campo de batalla (aunque quizá alguna, valerosa como es la mujer, hubiera). En el segundo caso, evidentemente ‘hombre’ no puede referir a ambos sexos porque solo la mujer tiene la capacidad de dar a luz. Sin embargo, si yo digo ‘‘El hombre medieval vivía bajo una monarquía totalitaria’’ se entenderá que tanto hombres como mujeres vivían bajo el yugo de algo ya superado por fortuna. No se me ocurrirá jamás pensar que el hombre la sufría y la mujer vivía en modo diverso. En este caso, el contexto nos ayuda a diferenciar el uso del término ‘hombre’ como genérico, o bien, como específico.
 
Ahora bien: siempre podemos utilizar epicenos como ‘el ser humano’ o ‘la persona’ para sustituir el término ‘hombre’ si se considera que se incurre en sexismo lingüístico, o en aquellos casos en los que el contexto no nos haga salir de dudas o bien contribuya a la confusión. Esto es libertad de cada uno y sospecho que en personas leídas y de buena voluntad —quiero creer que, por tanto, también comprometidas con la causa feminista— los motivos de uno u otro uso obedecerán más bien a la búsqueda de la elegancia o la concisión, sin que usar el primer término les convierta en la voz de esa fuerza ‘‘androcéntrica, patriarcal y machista’’. Lo contrario sería de un absolutismo detestable, y estoy seguro de que el feminismo no aboga por conquistar libertades a costa del sacrificio de otras.
 
Lo que yo pido por favor es que no reduzcamos el debate a lo anecdótico, que no demos vueltas sobre cosas insignificantes, que no busquemos fantasmas donde no los hay ni nos demos de cabezazos contra un muro. Queda mucho trabajo por hacer en otro millón de frentes. Yo, personalmente, me presto a la causa. Y termino con otro ejemplo, tomado también de El País
‘‘La profesora sustituta llegó a la clase de música de primaria y animosa exclamó: ‘Ahora vamos a cantar todos los niños’. La hija de mi amiga quedó callada como el resto de sus compañeras. No se dieron por aludidas. Su maestra de todos los días hablaba de niños y niñas’’.
 
No puedo evitar pensar que esa anécdota no sirve como argumento de nada remarcable, sino que señala tan solo los dos enfoques posibles del debate, solo que, en este caso, la maestra enseñaba los niños a perder algo más de tiempo en pro de una equidad que se hubiese dado igualmente al enseñar, no solo la existencia de un genérico que incluye a todos y a todas —esta vez sí desdoblo—, sino algo más profundo que subyace en el argumentario de los que defendemos la inocuidad de la lengua y que toda mujer —al menos entre las que he crecido, todas ellas ejemplos para mi vida— conoce bien: que el hecho de ser nombrada explícitamente o no —o nombrados, pues otros colectivos han estado también fuera de la historia oficial— no hace que no estés, pues eso es solo aplicable a entes abstractos y no a un ser humano, con toda su presencia física y su potencialidad histórica. Que si quieres estar, estás, por mucho que le pese a quien no te quiere ahí. Así han llegado —ellas— hasta aquí, sin la necesidad de un lenguaje que las incluyera en ningún lado, conquistando la realidad y construyendo, con ella, otro presente y otra historia. Y ahí está el quid de la cuestión.
 
Mencionaba al principio que el 90% de mi promoción eran mujeres. A ellas corresponderá decidir en gran parte cómo se enseñará la lengua en el futuro. Y —espero— muchas de ellas ocuparán asientos en la RAE, no por cuotas de equidad, sino por méritos que solo a ellas pertenecerán. Estoy seguro de que, tomen las decisiones que tomen en ambos casos, lo harán con sensatez, de acuerdo a su vocación, al mejor de los criterios profesionales y, sobre todo, a su humanidad. Por todo ello, parece evidente que el futuro de la lengua castellana —así como el del mundo todo—, estará, con o sin lenguaje inclusivo, en sus manos. Al menos en gran parte. O, al fin, a partes iguales.

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