Propósitos: la ficción más leída cada 31 de diciembre
Cada 31 de diciembre, justo entre la última uva y la primera resaca emocional del año, se repite un ritual colectivo tan antiguo como ineficaz: la redacción de los propósitos de Año Nuevo. No se trata de planes ni de compromisos reales. Se trata de una tradición emocional destinada a tranquilizar conciencias y maquillar la inacción con buenas intenciones.
Los propósitos no fracasan por falta de voluntad, sino porque nunca nacieron para cumplirse. Son relatos de ficción personal donde cada cual se imagina más disciplinado, más constante y, curiosamente, con una relación mucho más sana con el dinero y consigo mismo. Una versión ideal que dura lo mismo que el cava abierto esa noche.
El clásico “este año voy a cuidarme” encabeza la lista. Una frase tan amplia que no significa nada concreto. Cuidarse suena profundo, pero suele traducirse en gestos simbólicos sin continuidad: una esterilla olvidada, una aplicación abandonada y la excusa recurrente de que “el año empezó fuerte”. El autocuidado real —dormir mejor, poner límites, tomar decisiones incómodas— raramente entra en la lista.
Le sigue el propósito económico por excelencia: “voy a ahorrar”. Se formula, casi siempre, tras una compra impulsiva y antes de justificar la siguiente. Enero trae hojas de cálculo y solemnidad; febrero, excusas; marzo, financiación; y abril, la frase definitiva: “también hay que vivir”. Ahorrar acaba siendo una idea abstracta que nunca compite seriamente con el deseo inmediato.
Otro clásico es el social: “me voy a rodear solo de gente que me aporte”. Una declaración impecable en lo teórico y nula en la práctica. Se mantiene el mismo entorno, las mismas dinámicas y las mismas renuncias personales, pero se rebautiza todo bajo el nombre de empatía. No lo es. Suele ser, simplemente, miedo a incomodar.
Más difuso aún es el propósito existencial: “este año me voy a encontrar”. Como si uno se hubiera extraviado por error. Encontrarse no consiste en repetir frases motivacionales ni en rituales simbólicos, sino en asumir que los errores se repiten con distintos escenarios y que ya no se puede responsabilizar al calendario.
El gimnasio merece mención aparte. Enero está lleno de estrenos y entusiasmo; febrero, de ausencias. La cuota permanece. Abandonar también cuesta dinero, pero menos que aceptar que la constancia nunca fue el problema: lo fue la excusa.
Y finalmente, el gran mantra anual: “este año va a ser mi año”. Se pronuncia con convicción, sin modificar hábitos ni decisiones. El año pasa, como siempre. No fue “tu año”, pero se sobrevive. Y eso, aunque no se celebre, ya es un mérito.
La realidad es incómoda pero sencilla: los propósitos no fallan porque seamos incapaces, sino porque se utilizan como anestesia. Sirven para posponer decisiones, evitar rupturas necesarias y aplazar cambios reales.
Quizá este año no haga falta prometer nada. Quizá baste con una acción pequeña, concreta y honesta. Y si no se cumple, al menos no mentirse.
Eso ya es crecimiento personal.
Lo demás, como cada 31 de diciembre, es literatura estacional.
Y de ficción.