Serrat se despide de Lanzarote con un emotivo concierto en Jameos del Agua

Por una vez, y sin que sirva de precedente, un concierto empieza tarde no por culpa del artista, que ya estaba ahí, si no porque la cantidad de personas que subió a Jameos del Agua fue tal que se hizo una muy llevadera cola de gente desde la entrada del Auditorio hasta la de toda la vida. Joan Manuel Serrat lo merecía. Aunque solo fuese por el detalle de querer venir a despedirse de nosotros en esta, su última gira. Que no su último concierto. Pero por si acaso, como recomendó el Nano, guarden las entradas.
Cuando empezaron a sonar los primeros compases de la música que acompaña al poema de Miguel Hernández, Dale que dale, Serrat tardó poco en aparecer en el escenario. Impecable en el porte y el vestir. Educado y caballero. Quizá para muchos eso hubiera sido suficiente. Comprobar con nuestros propios ojos que el mito sigue entre nosotros. Pero empezó a cantar. Y ya no paró hasta que terminó la Fiesta arriba, en su calle, y abajo, en el Auditorio de los Jameos del Agua. Por cierto: un buen sitio para palmarla, nos lo descubrió Serrat.
Y es que el Noi del Poble Sec, en la primera de sus muchas conversaciones consigo mismo y para el público, tiró de la socarronería que forma parte de su paisaje y, tras agradecer nuestra presencia, no descartó que estuviéramos asistiendo a un acontecimiento histórico: el auténtico último concierto suyo. No tenía ninguna intención, por supuesto. Y nada indicó que así iba a ser. Aunque alguno se revolvió en el amplio asiento de Jameos frente a la inoportuna e incómoda tosecilla antes de las sobrecogedoras Nanas de la Cebolla. Otra vez Hernández que, al igual que Machado o que los muchos personajes de sus canciones, acudieron a la despedida de la isla.
Un viaje inolvidable
A esas alturas de la noche ya habíamos confirmado que estábamos ante un viaje inolvidable. El carrusel del Furo; El romance de Curro el Palmo; Mi niñez; Señora; Lucía.....las canciones con "música que habla y letra que canta", que nos regresaban a lugares vividos mil veces distintas. Recordar, del latín recordi. Re-cordi. Volver a pasar por el corazón. Gràcies, Joan Manuel.
"¡Maestro!", gritó alguien desde el público. Y el Maestro, que ya tenía en la boca el primer verso de otra canción, asintió tímidamente mientras esbozaba una casi imperceptible sonrisa.
Cuando en el último tercio del inolvidable concierto entonó Mediterráneo, ya habíamos confirmado que Joan Manuel Serrat estaba muy por encima de lo que cabría esperar de un hombre de su edad y con el tute que lleva en esta gira y en toda su carrera. "Y es que de todo hace 50 años ya", dijo a modo de resignado lamento.
Y siguió cantando. Y nosotros disfrutando. Con el deseo de que fuera interminable. Pero cuando en el segundo bis se adivinó el principio de Fiesta, ya nos temimos lo peor. Y así fue.
Joan Manuel Serrat lanzó besos volados y un abrazo ya infinito al auditorio y se fue por donde vino. Medio bailando. Resultó inevitable que la nostalgia sobrevolara la cueva, igual que esas palomillas que destacaban con los focos, pero cumplió su palabra: se impuso el ánimo a la melancolía.
"¡Penélope!", se oyó gritar cuando ya Serrat enfiló el camerino. "¡Esos locos bajitos!", pudo perfectamente gritar otro. "¡Cançó de matinada!", quise gritar yo. Pero el Nano ya se había despedido, para siempre, de nuestro escenario. Nunca de nuestras vidas.