Opinión

La isla decorada

Interpreto que existe un largo trecho entre hacer una decoración de interiores y una acción en ámbitos abiertos. Decoración o interiorismo parecen ser una cosa, y otra bien diferente las intervenciones en los espacios públicos. A veces, da la sensación de que algunas personas no tienen muy claros los límites de una y otra actividad, pues ponernos a decorar espacios públicos puede tener perversos resultados si manejamos parámetros domésticos y no utilitarios. Podemos apreciar calles, plazas y hasta rotondas decoradas, y conocemos unas cuantas de estas últimas que llegan a asemejar un nacimiento navideño. Este parece un mal —el de las rotondas— que tiene en España su mayor exponente.

Si observamos las vías públicas, donde la experiencia es tan antigua como la civilización, tendríamos que haber aprendido de la excelencia que ya lograron los romanos algunos miles de años atrás, e incluso civilizaciones desaparecidas de las que nos han llegado los ecos. Que la ciudad de Pompeya sabemos lo que era, y de la calidad de sus espacios públicos, resulta evidente con cada prospección que se hace bajo las cenizas del Vesubio que la sepultó hace mil novecientos cuarenta y dos años, momento en que por aquí estaban tirándose piedras o siendo abandonados a su suerte por los mismos súbditos de la Roma imperial, un experimento de ocupación del territorio que no fue muy mal, pues lograron sobrevivir durante varios siglos hasta la conquista normanda.

El modelo de las antiguas civilizaciones como la de Pompeya ha perdurado durante cientos de años, y durante los últimos siglos se han reproducido determinados esquemas que se han mostrado exitosos para el funcionamiento de las ciudades.

Nos condiciona en las urbes contemporáneas su accesibilidad, un parámetro moderno que quiere dar respuesta a un viejo problema, que es el de la ciudad transitable por todas las personas en todas las situaciones de su vida. Suponiendo que los emplazamientos urbanos —pueblos y capital de la isla—  disfrutan de las condiciones correctas en cuanto al diseño de su trazado, al emplazamiento de sus edificios más representativos y a la inexistencia de problemas de servicios básicos y de accesibilidad, merecería considerar si la puesta en escena de sus elementos complementarios cumple con algunos requisitos como el de la funcionalidad, adecuación al entorno, mínimo mantenimiento, mejora de la percepción del espacio urbano, calidad de los elementos, mínima intervención y máxima eficacia… Y quien dice espacios con carácter urbano, también puede hacer referencia a la isla atendiendo al carácter limitado de la misma a la hora de hablar de la escenografía que se realiza sobre todo el territorio.

Bajo determinada óptica, existen importantes deficiencias a la hora de establecer, por ejemplo, un modelo adecuado de iluminación pública, lo cual se puede percibir de una manera ostensible en la vía que transcurre por Tahíche. Casi se puede tildar de innecesaridad la proliferación de decenas de elementos lumínicos que producen un importante impacto visual en una isla donde siempre se cuidó el espacio público. He llegado a escuchar si no se trata de una forma de corrupción el uso abusivo de elementos y, por tanto, del encarecimiento del presupuesto. A San Bartolomé, con la iluminación pública, no le tocó la lotería con la uniformidad de sus luminarias, pues todo el municipio fue dotado del modelo de estación de servicio que poca calidad aporta a los lugares en los que aparece. Casi asemeja todo el municipio a la entrada a una gasolinera. Cada uno podrá optar por establecer la corrección o la oportunidad de las que conoce por toda la geografía.

¿Es una cuestión de gustos? Pues en parte sí, ya sea del ingeniero o el político de turno, pero, previamente, debería obedecer a algunas otras consideraciones mínimas que tienen que ver con su encaje en las vías en las que se instalan, a la altura y características de los edificios, al carácter o la singularidad del entorno, además de los ya enumerados con anterioridad. Saben los residentes de San Bartolomé que muchas de sus farolas impiden la accesibilidad en las aceras, de las que hay que bajarse para no tragarse una, y, por contra, parecen favorecer la accesibilidad de los delincuentes para trepar hasta las azoteas. Olvidaron en el Ayuntamiento que los elementos lumínicos anclados a las fachadas siguen siendo válidos y suponen menos tropiezos en las calles. Por cierto, farolas aquellas que nos impiden ver los cielos nocturnos.

Si de mobiliario urbano tuviéramos que hablar, habría que señalar que las empresas proveedoras se han inventado extensos catálogos para decorar exteriores que nos dejan sin aliento. Uniformidad para todos los espacios públicos del mundo entero, elementos mayoritariamente inútiles y caros para llenar las ciudades de tropiezos, de dudoso gusto y de difícil encaje en muchos de los espacios en que los que se interviene, y, por qué no, horteras de manual. Aun así, muchos pican y acceden a la pretensión de “transformar el espacio urbano” por medio de toda suerte de elementos, a cual más imposible. Ello demuestra que poca idea se tiene de lo que supone el concepto de transformación urbana, que entiendo que bien podría sustentarse en la “planificación urbana sostenible” y este, a su vez, en el consenso entre las partes protagonistas con lo que supone de apertura de cauces de participación para la implicación ciudadana y el logro de cierto grado de concernimiento del espacio que vive. Hablamos de afecto por la calle o la ciudad, de autoestima, de calidad de vida...

Cada línea de este artículo para evidenciar que estamos en manos de decisiones sin aparente reflexión ni observación del espacio y sin contraste, aunque haya que precisar que son tomadas legítimamente en razón de las atribuciones que corresponden a los cargos públicos. Otra cosa es que acierten con el procedimiento, a la vista de los resultados que estamos observando. De decisiones también va lo de los nuevos chismes en la Avenida de Arrecife. Con una partida de macetas de un catálogo quieren arreglar este desaguisado de ciudad, así sea llenándolo todo de cachivaches que nada de sombra aportan y que tan necesaria resulta en toda la Marina. Algunos de ellos más parecen los huevos con los que la alcaldesa —si es que la decisión es de su competencia— viene a completar la tortilla que todos quieren “enriquecer” y que es el repertorio decorativo insular.

¿Conocemos algún cauce de participación para que la ciudadanía se implique en participar en un supuesto proceso de transformación del espacio público, y tienen nuestros representantes públicos la voluntad de que se produzcan? No tengo respuesta.

Feos huevos, por cierto. Feos de narices.

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