Ana y Quino, guardianes del territorio

Hay personas que no necesitan levantar la voz para hacerse oír. Basta con que permanezcan firmes, como las rocas que resisten el embate de las olas, para recordarnos que la dignidad también puede tener forma de silencio.
Ana Carrasco y Quino Miguélez pertenecen a esa estirpe de mujeres y hombres que han sabido custodiar la isla desde un lugar más profundo que la simple profesión, el de la conciencia.
Durante décadas, ambos han sido el corazón, cuerpo y alma de la Oficina de la Reserva de la Biosfera del Cabildo de Lanzarote. En un tiempo en que el ruido y la velocidad parecen arrasar con todo, su trabajo ha tenido algo de resistencia poética en preservación de lo esencial.
No han defendido solo una idea ecológica o una categoría administrativa; sino una forma de estar en el mundo, una ética del territorio que recuerda que cuidar la tierra es también cuidarnos a nosotros mismos y al legado que dejaremos en herencia a las generaciones que nos sucedan.
Quien ha vivido en Lanzarote lo sabe, esta isla no se entrega a cualquiera. Hay que escucharla, sufrirla incluso, para merecerla. Ana y Quino la han amado con esa mezcla de ternura y desgarro que solo se reserva a lo que duele de verdad. Han sentido su deterioro como un puñal entre las costillas, cuando el cemento avanzaba o el mar se llenaba de residuos que antes eran invisibles. Han defendido cada trozo de lava, cada matorral de jable, cada curva del camino, como si en ello se jugaran el alma misma de la isla. Y quizá sea así.
Su trayectoria, como si del castigo de Sísifo se tratara, ha sido una pendiente casi infinita, que han tenido que ascender una y otra vez con la carga de un peso gigantesco sobre sus espaldas.
Han conocido la dureza de las sospechas, las maniobras políticas, la soledad del funcionario honesto que incomoda a los poderosos. Porque defender la tierra en Lanzarote nunca ha sido un gesto gratuito: ha implicado desafiar intereses, poner límites, decir «no» donde convenía estar callado. Y eso se paga.
Han sido acusados de todo lo imaginable: de parcialidad, de dogmatismo, de servir a causas ajenas. Pero la verdad, que es tozuda, no tiene pliegues. La única causa a la que han servido ha sido la de la isla. Mientras otros buscaban rentabilidad, ellos transmitían coherencia. Mientras algunos cambiaban de discurso según soplaba el viento, ellos se mantuvieron firmes en el mismo sitio, como esos faros solitarios que enseñan a los marineros el camino de vuelta a casa.
En los despachos, muchas veces, trabajaron con la espada de Damócles sobre sus cabezas. Amenazas de cierre, ceses, campañas de desprestigio… Nada de eso logró quebrar su propósito. A cada intento de derribo respondieron con más rigor, con más estudios, con más argumentos, con mayor entrega. A más viento, más cadenas, debieron pensar, porque sabían que su responsabilidad no era con un gobierno ni con una siglas, sino con un territorio que los trasciende. Y en eso hay algo profundamente ético, incluso heroico, el resistir sin aspavientos y sostener la decencia cuando todo empuja al cinismo.
He tenido la suerte de verlos en acción. De observar la atención con que escuchan a la gente del campo o de la mar, cómo dialogan con los investigadores, cómo miran el paisaje con esa mezcla de preocupación y cariño que solo tienen quienes se saben parte de él. En sus gestos hay una pedagogía silenciosa con la que enseñan sin pretenderlo que el futuro de la isla no depende de grandes discursos, sino de la constancia de quienes la cuidan cada día.
Y, sin embargo, no siempre se les ha tratado con justicia. En demasiadas ocasiones se les ha exigido que justifiquen algo que debería ser incuestionable, su compromiso con Lanzarote. Se les ha medido con la vara de la desconfianza política, como si proteger lo común fuera un acto de sospecha. Pero lo que realmente incomoda de Ana y Quino no es su ideología —que nunca ha sido una bandera—, sino su coherencia que, en tiempos de cinismo e hipocresía, resulta subversiva.
Aun así, ellos han continuado picando piedra. Sin ruido, sin venganzas, con resignación. Han seguido caminando sobre la lava ardiente de la crítica y la incomprensión. Y gracias a eso, Lanzarote sigue siendo, todavía, una isla con alma. Porque hay lugares que sobreviven no por decreto, sino por la tenacidad de quienes los aman incondicionalmente.
Hoy, cuando tanto se habla de sostenibilidad y de políticas verdes, convendría recordar que hubo quienes practicaron esos valores mucho antes de que fueran eslóganes de moda. Que mientras se diseñaban planes estratégicos o se calculaban indicadores, Ana y Quino ya estaban allí, midiendo el pulso real de la tierra, defendiendo el equilibrio frágil entre el progreso y la memoria.
En un mundo donde se impone la inmediatez, ellos encarnan lo contrario, la perseverancia. Han sido, sin proponérselo, los guardianes del territorio. No porque lo vigilen, sino porque lo comprenden. Y en esa comprensión hay amor, pero también sacrificio. Lanzarote les debe más de lo que sospecha, la cordura de su planificación, la integridad de su relato ambiental, la honestidad de una mirada que nunca se ha rendido al interés.
Por todo ello, este texto no pretende ser un elogio más. Es una llamada a la gratitud. Porque reconocerlos no es solo hacer justicia con dos nombres propios, sino también reconciliarnos con lo mejor de nosotros mismos como sociedad. En tiempos de descrédito y bulla, necesitamos referentes que nos recuerden que aún es posible actuar con ética, humildad e integridad.
Ana Carrasco y Quino Miguélez son personas que embellecen el mundo y esa es una extraña virtud, que está reservada prácticamente a otro territorio, el poético. No albergo duda alguna de que, con el sosiego que da del paso del tiempo, la historia les juzgara como merecen y el alisio llevará el eco de sus nombres desde Órzola hasta La Geria, desde Famara hasta Femés, y cada piedra volcánica, barranco, enarenado o chaboco conservarán algo de su esencia.
Pero hasta entonces, mientras ellos y otros a quienes han inspirado sigan existiendo, Lanzarote no solo será un paisaje, sino una promesa de coherencia y belleza.
Por eso, desde esta modestísima atalaya, solicito firmemente, como ciudadano lanzaroteño orgulloso de esta isla y sus gentes, que el Cabildo de Lanzarote les honre con la concesión de su reconocimiento más preciado: el Jameo de Oro. No como un gesto simbólico, sino como un acto de reparación moral. Porque si hay una forma de honrar a quienes han defendido la isla sin esperar nada a cambio, es reconocer públicamente que su labor ha sido decisiva para preservar la dignidad de este territorio.
No esperemos para ello al final de los días, para que no sea demasiado tarde y tengamos que pronunciar las mismas palabras que en «El amor en los tiempos del cólera», el doctor Juvenal Urbino, mientras agonizaba, dirigió a Fermina Daza: «solo Dios sabe cuánto te quise».